domingo, 4 de febrero de 2018

Maldición gallega

Después de misa mayor, el lunes 5 de febrero de 1624, repicó la Giralda por la elección para el arzobispado de Sevilla de don Luis Fernández de Córdoba, arzobispo de Santiago. El 23 de mayo tomó posesión en su nombre el deán don Francisco Monsalve e hizo su entrada solemne por la puerta de la Macarena donde fue recibido por los dos cabildos, eclesiástico y secular, el viernes 5 de julio.
El Abad Gordillo, testigo de esta época sevillana, afirmó que este arzobispo «no tuvo tiempo para conocer su esposa», es de­cir, su diócesis, puesto que murió al año de su llegada. Y confiesa que «en Madrid se sintió de su venida conforme a un pronóstico o proverbio muy antiguo asentado con que afirma que el Prelado que deja la Iglesia de Santiago no se logra donde quiera que vaya, y que de esto se han visto ejemplos infinitos».
A los gallegos no les hacía ni chispa de gracia que sus prela­dos, que guardaban el depósito sagrado del cuerpo de San­tiago, pudieran apetecer una diócesis por encima de la suya. Y sus canónigos maldecían a todo aquel pretencioso prelado que así hiciera.
Curiosamente, la maldición tuvo efecto con el primero que se atrevió a tal cambio. Se llamaba Gaspar de Zúñiga y Avellaneda, que pasó de la arzobispal de Santiago a la de Sevilla en 1569. Y aunque su vida se prolongó hasta 1571, no logró entrar en la capital hispalense sino después de muerto. Enterrado está en la capilla de la Antigua, en la peana del altar. Con la maldición cumplida de los gallegos.
En 1569 sobrevino sobre Santiago una peste terrible que produjo gran mortandad, lo que causó en «la complexión delicada» del arzobispo una fuerte impresión. Solicitó con urgencia la sede de Sevilla, vacante desde diciembre, y le fue concedida con inusitada prontitud (22 junio 1569). El 13 de octubre tomó posesión en su nombre Alonso de Revenga, ar­cediano de Santiago, quedando de gobernador de la diócesis.
En Santiago no fue bien visto que solicitase su tras­lado a Sevilla, por ese viejo litigio de considerarse San­tiago más importante que la archidiócesis hispalense, al ex­tremo de que se lee en un viejo papel del cabildo composte­lano que «los viejos de Santiago dixeron luego que no lo go­zaría mucho, porque nunca se dexara Santiago por Sevilla». Y así fue: no llegó a Sevilla sino después de muerto.
Fue creado cardenal por Pío V el 7 de mayo de 1570. Curiosa­mente, mientras Felipe II acude a visitar Andalucía a la es­pera de la llegada de Alemania de su cuarta esposa, su so­brina Ana de Austria, y llega a Sevilla en abril de 1570, el arzobispo de Sevilla aún no ha pisado tierra andaluza. Comi­sionado por el rey acude a Santander a esperar la lle­gada de la nueva soberana. Esta desembarcó el 3 de octubre y, lle­gada a Segovia, se desposó el 12 de noviembre.
Tras estos acontecimientos, Gaspar de Zúñiga decide vi­sitar por primera vez su nueva diócesis, pero puesto en ca­mino enfermó en Jaén, muriendo el 2 de enero de 1571. En su testa­mento disponía que «me lleven a Sevilla, a aquella Santa Iglesia, et pedimos a los señores Deán y Cabildo, nos fagan merced et limosna de darnos enterramiento junto a la pos­trera grada de la puerta, por do habíamos de entrar en aque­lla Iglesia, et allí se nos ponga una losa rasa, sin que pueda ocupar nada y diga: Aquí yace el Arzobispo Cardenal de Sevilla D. Gaspar de Zúñiga, que murió antes que entrase en esta Iglesia y se mandó enterrar en ella de limosna». Pero, por disposición del cabildo, fue enterrado en la capilla de Ntra. Sra. de la Antigua.
Esta maldición gallega tuvo efecto, al decir de los gallegos, en don Luis Fernández de Córdoba al morir poco después de su entrada y no poder gozar de tan pingüe diócesis.
Pero a pesar de esta maldición, los prelados, cuando podían, solían solicitar Sevilla como un paso grande en su promoción episcopal. Y parece ser que la maldición dejó de cumplirse, porque el cardenal Agustín Spínola fue arzobispo de Sevilla de 1645 a 1649 y murió, no por la maldición, sino por esa maldita peste que se propagó en Sevilla y dejó diezmada la ciudad. Su sobrino Ambrosio Spínola, que también pasó por Santiago, rigió la sede hispalense de 1669 a 1684. Y en nada se cumplió tampoco con don Luis de Salcedo y Azcona, arzobispo de Sevilla de 1722 a 1741, cuyo sepulcro puede contemplarse en la capilla de la Antigua frente al del carde­nal Mendoza, en un deseo de réplica trabajado por Duque Cor­nejo.
Salcedo dejó buena memoria en Santiago, visitando per­sonalmente toda la diócesis, cosa que no se hacía desde el tiempo del arzobispo Sanclemente, que rigió la diócesis com­postelana de 1587 a 1602. Pero su imagen quedó empañada por su aceptación de la mitra hispalense. Salcedo escribió a su cabildo notificándole que había sido presen­tado para la sede de Sevilla, noticia que había recibido del rey «tan no espe­rada de la complacencia y superior consuelo con que me ha­llaba sirviendo a Ntro. Sto. Apóstol e igual deseo de mere­cer la sepultura a vista de su Sagrado Cuerpo». A saber hasta qué punto estas palabras no dejan de ser una floritura estilística. Así lo debieron entender los canóni­gos compos­telanos. Su cabildo nombró una comisión para ex­presar al prelado «la estimación que hace de las expresiones en su carta de su amor a esta Sta. Iglesia y juntamente ex­presan a Su Illma. el sentimiento de el Cabildo por dejar ésta por otra Silla por las circunstancias que su Illma. tendrá bien presente así de el amor de el Cabildo a su per­sona, como las demás tan privilegiadas que concurren en esta Sta. Iglesia y Casa Apostólica de nro. Patrón Santiago, las que haciendo siempre dolorosas estas mutaciones de sus Pre­lados, no podrá ser menos sensible en la de su Illma., y que solo el que en este tránsito pueda algún motivo grande par­ticular que sea de la conveniencia de su Illma. haberle em­peñado a esta re­solución, podrá servir al Cabildo de algún consuelo...».         
Salcedo se ausentó a Soria, lugar de su familia, a es­perar las bulas de Roma y el cabildo le despidió con evi­dente frialdad y despego.
Salcedo había vivido en Sevilla unos años de joven es­tudiante, al ser nombrado su padre Asistente de la ciudad de 1683 a 1685. Estudió gramática y filosofía en el Colegio Ma­yor de Santo Tomás y leyes y cánones en Santa Ma­ría de Je­sús. En ese tiempo optó a una canonjía en la cate­dral, pero el ca­bildo le rechazó aduciendo su corta edad. Cuando años des­pués tomó posesión del arzobis­pado, surgió en él aquel re­cuerdo de juventud que se tradujo en la siguiente anéc­dota.
El 17 de marzo de 1723 hizo su en­trada en la ciu­dad como arzobispo de Sevilla y el 19, fiesta de San José, tomó posesión de su asiento en el coro de la catedral, puesto que no había podido lograr en su juventud. El arzo­bispo, mali­ciosamente, exclamó aquella sentencia bí­blica: Lapidem quem reprobaverunt aedificantes, hic factus est ca­put anguli (La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra an­gular). Y el deán, muy atento y sin in­mutarse, continuó el versículo bíblico: A Domino factum est istud, et est mira­bile in oculis nostris (La ha puesto el Señor: ¡qué maravi­lla para nosotros!).

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