sábado, 24 de febrero de 2018

A Miguel Mañara le gustaba el chocolate

Miguel Mañara, fundador del Hospicio y Hospital de la Santa Caridad de Sevilla, fue un hombre santo, un místico barroco, «uno de los más sublimes místicos españoles», lo ensalza Chaves en su meditación sobre Sevilla en su bello libro La Ciudad.
Miguel Mañara fue un caballero de los pobres, un lujo de Sevilla.


Miguel Mañara. Óleo de Valdés Leal, Santa Caridad, 1687.

Exaltada su figura después de su muerte, Sevilla quiso alzarlo a los altares y lo envolvió en la leyenda. Un siglo más tarde, en el último tercio del XVIII, corrían por Sevilla más leyendas que historia verdadera de Mañara: la mujer tapada, la joven que lo solicita desde un balcón y aparece convertida en esqueleto, la callejuela del ataúd, la contemplación de su propio entierro...
Ya en el XIX, estas consejas llegaron a oídos de Próspero Mérimée, entonces un joven escritor francés que visitó Sevilla. Y lo que fue pecado venial del pueblo sevillano, se convirtió en pecado mortal en Mérimée y escritores franceses que le imitaron al asociar a Miguel Mañara con Don Juan Tenorio.
Y de la leyenda pasó al mito. Todavía hoy día la literatura francesa asocia su figura a uno de los tres grandes mitos surgidos en torno a la ciudad: Fígaro, Carmen y Don Juan.
Sevilla lo ha exaltado, el francés lo ha mitificado y la Iglesia ha sentido recato de llevarlo a los altares.
«Tal vez por eso mismo la ciudad debiera hacer de él un símbolo y una definición —cuenta Chaves—. Bien lo mere­ce; algún día se hará algo definitivo sobre aquella genial e iliteraria literatura de Mañara, algún día se concederá todo su valor al Dis­curso de la Verdad, a las cartas y a las ins­cripciones que dictó, y entonces le emparenta­rán con Jorge Manrique y con los místicos gloriosos de aquel sobrehumano seiscientos español».
Pues a Miguel Mañara le gustaba el chocolate. El chocolate era la bebida refinada en la Sevilla del XVII. Se tomaba a todas horas, frío o caliente, solo o con bizcochos. Estaba de moda y era un artículo de lujo. En la casa de Mañara era bebida común. Miguel, cuenta Cárdenas, su primer biógrafo, «se había criado con este género de bebida». Pues un día, tomó la resolución de no beberlo, por mortificación, «en tanto grado, que estando retirado algunos días en la Cartuja, le llevaron aquellos Padres una jícara de chocolate para que se desayunara, pero por más instancias que porfiadamente le hicieron no lo pudieron reducir a que faltase a su propósito».
El chocolate, venido de América, fue motivo de censuras como lo fue el tabaco. Los hombres de Hernán Cortés fueron los primeros que apreciaron el cacao que los indios mexicanos utilizaban como moneda de transacción y el suculento manjar, sólido o líquido, llamado chocolate, que de él sale. En España fueron los franciscanos o quizá los cistercienses los que primero apreciaron el valor del cacao y propagaron la exquisita bebida caliente y nutritiva del chocolate, que satisfacía el paladar y quitaba el hambre. Y de España pasó a Europa.
Grandes discusiones se alzaron por aquel entonces sobre si el chocolate rompía el ayuno eucarístico o no. El padre Escobar hacía el siguiente silogismo: Liquidum non fragit ieiunium (el líquido no rompe el ayuno); es así que el chocolate es un líquido; luego no rompe el ayuno. A este argumento se acogió entre otros el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII de Francia, que lo tomaba a diario.
En Sevilla, la polémica del chocolate y el ayuno llegó a los papeles con la publicación Tribunal Medicum, Magicum et Politicum (Lyon 1657), del prestigioso médico Gaspar Caldera de Heredia, y la controversia epistolar que posteriormente sostuvo con el cardenal Francisco María Brancacio.
Enzarzados en estas disputas de escuela sobre si el chocolate rompía o no el ayuno, esta bebida se hizo costumbre tal que había señoras que en mitad de las largas funciones de iglesia eran servidas por sus criadas. Ello propició que Inocencio XI (1676-1689) escribiese al nuncio en Madrid para que solicitara de los prelados de estos reinos de España remediasen ciertos abusos que habían llegado a su noticia, como es el tomar chocolate en los templos. Y así, recogiendo el sentir de Roma, el arzobispo de Sevilla Ambrosio Spínola formuló el 6 de agosto de 1681 excomunión mayor contra aquellos que tomasen chocolate en las iglesias.
Ocurría que, llevados de la moda, tanto el tabaco como el chocolate, o lo que fuera, se llevaban a las iglesias, donde la gente fumaba, comía o bebía a placer. Si no hacía cosas de peor educación, como el escupir.
Miguel Mañara se privó del chocolate, por mortificación y de por vida.

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