martes, 30 de enero de 2018

Santa Ángela de la Cruz, oficiala de calzado

Ya saben mis lectores antiguos la debilidad que siento por esta santita sevillana. De ella tengo escritos dos libros y no sé cuántos artículos. Por eso, cuando llega este día, 30 de enero, fecha de su nacimiento, no puedo por menos que escribir algo de ella.
Pero este cariño no es solo mío. Todo el mundo en Sevilla conoce su nombre, lo venera y lo respeta. Que le pregunten a un sevillano quién es Sor Ángela de la Cruz, que así la seguimos llamando a pesar de encontrarse ya en los altares.
–Sor Ángela de la Cruz es Sor Ángela de la Cruz, y basta.
Que una voz forastera trate siquiera de empañar su nombre, y verá.
Amigos, en lo tocante a Sor Ángela, en Sevilla no existen montes­cos y capuletos, o séase, béticos y sevillistas, o si me apuran, y con perdón, de la Esperanza Macarena o de la Esperanza de Triana.
Aquí todo el mundo en general es de Sor Ángela de la Cruz.


 Un día, «llegada a la edad competente», según he leído, es decir, cuando ya era una buena moza, su madre la colocó en un taller de calzados sito en la calle del Huevo, a la sombra misma del Orato­rio de San Felipe Neri. Un enjambre de chavalas cosía y recosía las botas lustrosas que luego lucían lo mejor de la ciudad, incluida ca­nonjía y clerecía. Estaba regido por doña Antonia Maldonado, mujer honesta y piadosa que no toleraba murmuración ni chismes en su ta­ller.
Ella misma, ya anciana, al ser atendida por Hermanas de la Cruz que cariñosamente Sor Ángela le enviaba, contaba a éstas las peripe­cias de su Madre Fundadora en aquellos años de oficiala de calzado.
Doña Antonia guarda muy presente, a pesar de los años, los re­cuerdos de la mejor alumna que pasó por su taller. Es como un mimo barajar los recuerdos de aquellos años felices. Y se deleita con­tándolos a las Hermanas...
Por ejemplo, les cuenta cómo Angelita daba todos los viernes su comida a los pobres y cómo, llegada la hora del mediodía, se ponía de rodillas delante de sus compañeras y de doña Antonia Maldonado y les pedía, por caridad, unos mendrugos de pan que añadir a su li­mosna.
Doña Antonia le reñía cariñosamente:
–Angelita, hija, yo te doy todo lo que quieras, pero ¿por qué haces esto?
Pero ella repetía siempre la misma escena.
A fe que esto que cuento está ratificado por el testimonio de doña Antonia Maldonado y sus compañeras de taller. Si nos hallamos ante una vida sencillamente prodigiosa, no es extraño que de vez en cuan­do asome la perla de un prodigio.
Ocurrió en el taller de doña Antonia. Angelita, como arrobada, en puro éxtasis, está suspensa en el aire. Como todas las tardes, doña Antonia dirige el rosario en la parte alta del taller. Se suceden monótonamente las avemarías cuando una especie de grito exclamativo re­corre la habitación.
Todas las chicas miran a Angelita que, con rostro sereno y sonrien­te, permanece estática elevada del suelo.
Doña Antonia, inteligente y discreta, ordena a las chicas que bajen al despacho de abajo y prosigan su tarea.
Bajan en silencio.
Pasó el tiempo... Una hora más tarde bajó Angelita.
Y ante las miradas ansiosas y sorprendidas de sus compañeras, sólo supo decir con el máximo candor:
–¡Me dejaron ustedes dormida!
Esto del arrobamiento lo aprendió Angelita, es un decir, de San Francisco de Asís. Ella misma contó años más tarde que por aquel entonces asistió a una función de la Orden Tercera en la capillita de la calle Cervantes. Del sermón del fraile, que habló del seráfico santo, sacó Angelita la siguiente conclusión:
–Al oír que el santo parecía no posar los pies en el suelo, sentí gran deseo de vivir desprendida de todo y pisar la tierra sin pisarla.
Y se puso a cavilar de qué podía ella desprenderse para acercarse a la vida ejemplar del santo. Encontró un pañolito de talle, muy bonito, y se lo regaló a su hermana Dolores.
Podéis imaginar que la madre de Angelita reciba todos estos he­chos prodigiosos de su hija con no poca satisfacción. Se le podría aplicar lo que los Evangelios cuentan de la Virgen María: «Su madre conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello».
Pero hay una cosa que la madre de Angelita no pudo guardar en su interior. Y es una exclamación de sensatez frente a las cosas de su hija.
A Angelita le daba por las penitencias. Cuando notaba que en las comidas algo le apetecía especialmente por lo delica­do y sabroso, le echaba de hurtadillas un poquito de ceniza para res­tarle sabor.
Y su madre, que ponía sumo esmero en condimentar la comida, la sorprendió un buen día. Su reacción fue inmediata, y lógica:
–Angelita: tú haces todas las penitencias que quieras; pero no me estropees con porquerías la comida.

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