domingo, 26 de febrero de 2017

Arderéis como en el 36

Durante el asalto a una capilla de la Universidad Complutense en 2011 se gritaron ciertas proclamas como: «Arderéis como en el 36», «El Papa no nos deja comernos las almejas», «Menos rosarios y más bolas chinas». Asalto en el que la actual concejala del Ayuntamiento de Madrid, la guapita Rita Maestre, apareció con sus bolas al aire. Y absuelta recientemente por un juez, para quien eso era libertad de expresión.
Hace tan solo unos días, en la fachada de la iglesia de San Ildefonso de Cartagena apareció una pintada cargada igualmente de «libertad de expresión»:
–Arderéis como en el 36.


 Y en Sevilla, hace no mucho tiempo, también hubo una pintada semejante en la iglesia de los carmelitas descalzos.
Estos pirómanos –que, por suerte, hasta ahora no se manifiestan más que con pintadas y no con gasolina y mecha– no han tenido tiempo de aprender en sus escuelas algo más de historia. Porque la quema de iglesias y conventos no comenzó en la reciente historia de España en el 36, sino en el 31, recién estrenada la Segunda República. 
El 11 de mayo, comenzaron los incendios en Madrid por la Casa Profesa de los jesuitas, en la calle de la Flor, donde se hallaba la Casa de Escritores jesuitas. No hubo muertes, pero desapareció bajo las llamas una biblioteca de 80.000 volúmenes, una de las mejores de Madrid. Y en la capilla, la mascarilla sacada a san Ignacio de Loyola en el momento de su muerte, un ostentoso relicario de plata con un dedo de san Francisco Javier y los restos mortales del padre Diego Laínez, compañero de san Ignacio e insigne teólogo del Concilio de Trento. Allí tenía su celda el gran historiador García Villada, con miles y miles de fichas de sus investigaciones que darían fruto a su Historia Eclesiástica de España, de la que había ya publicado cinco tomos. Llegó hasta la toma de Toledo en 1085. El incendio ocasionó su muerte intelectual. No pudo escribir nada más. Al desaparecer sus fichas, se habían esfumado las fuentes de investigación de toda una vida. ¡Una lástima!
Los exaltados, dejados a sus anchas, encendieron las teas y comenzaron a quemar conventos: junto con la residencia de Jesuitas y templo de San Francisco de Borja de la calle de la Flor Baja; la residencia de Jesuitas, el Colegio de Artes e Industrias, en la calle Alberto Aguilera; el Colegio de Maravillas, en la barriada de Cuatro Caminos; el monasterio de las monjas bernardas de Vallecas, joya arquitectónica del siglo XVI; el convento de las mercedarias de San Fernando; el convento de María Auxiliadora, de religiosas salesianas; la iglesia parroquial de Bellas Vistas, en Cuatro Caminos; parte del hermoso edificio del Colegio del Sagrado Corazón, en Chamartín de la Rosa; la iglesia de los Ángeles, en Cuatro Caminos…
Y la tea incendiaria se extendió a otras ciudades del Levante y del Sur, como Valencia, Málaga, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Granada, Murcia, Alicante. Se necesitaría un libro para contar tales horrores, cerca de cien templos quemados.
La tarde misma del 11 de mayo, el nuncio Tedeschini visitó al doctor Marañón y también a Ortega y Gasset en su casa de la calle Velázquez, para que interpusieran su autoridad moral a fin de que la República no se ensañase con la Iglesia.
El doctor Marañón se presentó al día siguiente, 12 de mayo, en la redacción de El Sol para dejar una nota de protesta, firmada también por Ortega y Gasset y Pérez de Ayala:
–Quemar… conventos e iglesias no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas.
En Ahora, diario republicano, apareció el 14 de mayo otro manifiesto firmado por Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y otros, en el que se lee:
–Pensemos que por nosotros España, ante el extranjero, será un país ejemplar o un país ignominioso, según la trágica alternativa de nuestra conducta, y que el porvenir hablará de nuestra generación para exaltarla o maldecirla, según sea la eficacia bienhechora o maléfica de nuestra voluntad.
En Sevilla, quemaron la iglesia del Buen Suceso y la Capillita de San José. Y en Málaga, mucho peor, El 12 de mayo, 48 templos y locales cristianos fueron quemados, entre ellos el mismo palacio episcopal. El obispo don Manuel González –ya santo reciente– había acogido a las Hermanas de la Cruz en unas dependencias anejas al palacio episcopal. Las Hermanas llevaban ya algún tiempo en Málaga, pero la inauguración oficial de la nueva casa a la que se puso bajo la protección de Nuestra Señora de la Victoria, patrona de la capital malagueña, tuvo lugar el 25 de marzo de 1931. Mes y medio después, en la madrugada del 12 de mayo, hubieron de huir con el obispo don Manuel por la puerta trasera ante un palacio episcopal en llamas.
El obispo con la gente de palacio se refugió en el vecino colegio de los Maristas y, tras no pocas peripecias, busca el refugio de Gibraltar y de ahí el destierro definitivo. No volverá a pisar Málaga.
Y para rematar esta crónica, la iglesia de mi pueblo, Santa Olalla del Cala (Huelva) fue incendiada en 1933, y la iglesia del pueblo de al lado, El Real de la Jara, en 1932.
Sería mejor, para corresponder con la realidad histórica, que en la próxima pintada pongan: «Arderéis como en el 31, 32, 33… 36”. Sería lo más correcto. Pero a estos energúmenos no hay que pedirles peras al olmo. Son pirómanos analfabetos, no así los que los incitan. Y ya asoman por los foros…

lunes, 20 de febrero de 2017

El último cigarrillo de una santa

Esta pillería de que la Madre María de la Purísima, Hermana de la Cruz, elevada a los altares el 18 de octubre de 2015 por el papa Francisco, fumaba de joven, cuando todavía se llamaba María Isabel Salvat y era alumna de las Irlandesas en Madrid, me lo confirmó su íntima amiga de colegio Maricar Ibáñez, fallecida hace tan solo un año. Fumaban las dos. Cuando podían, en la calle… Incluso en casa. Ella tenía un tocadiscos. La amiga llevó unos discos y montaron una pequeña fiesta en casa de María Isabel. Y fumaron.

La foto «falsa». Se la hizo en su casa de Madrid
antes de entrar en las Hermanas de la Cruz.

La amiga confesó:
–Fue mi primer cigarrillo.
Este detalle de fumar no aparece en la Positio de la Madre María de la Purísima. La Positio es un tomo voluminoso que contiene la síntesis de toda la documentación relativa a cada fase del proceso de beatificación. En ella aparece un compendio de su vida, escritos, testimonios de los testigos… Con el estudio de la Positio, los teólogos consultores estudian las virtudes de la Sierva de Dios y emiten un dictamen, que pasa a la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos. Si el resultado es positivo, la Sierva de Dios pasa a ser Venerable y los pasos siguientes, de beatificación y canonización, se darán tras los respectivos milagros igualmente aprobados.
Maricar al confesar que fumaban ya tan jóvenes, me dijo:
–Esto no es pecado.
Ciertamente no, Maricar, y me confirmó que las dos eran unas chicas decididas y avanzadas a su tiempo.
Un día las dos amigas deciden hacerse monjas. Maricar, su amiga «gemela», ha logrado el permiso de su madre. Tiene ya 19 años. A María Isabel le falta el permiso paterno. Y se les ocurre a las dos iniciar una novena a la Inmaculada para que la Virgen ablande el corazón de su Papaíto. Si lo logra, María Isabel pedirá que en el convento se llame como la Virgen Inmaculada. Y don Ricardo, su padre, se ablandó. Llegado el momento, le dijo a su hija:
–Ya veo que es tu ilusión y no algo pasajero. Pero se va la alegría de mi casa.
Maína, la madre, toda contenta, presiente que su hija será algo grande porque siempre aspira a lo más perfecto.
Las dos amigas han tomado la decisión de entrar el mismo día en el convento. María Ibáñez, Maricar, en el noviciado de Castilleja de la Cuesta, junto a Sevilla, de Madres Irlandesas; María Isabel, en la Casa Madre de las Hermanas de la Cruz.
Hay que prepararse para la entrada en el convento. Será para las dos, María Isabel y Maricar, el 8 de diciembre de 1944, festividad de la Inmaculada Concepción. Se acerca el día de la marcha. Pero Maína, la madre, quiere tener un recuerdo fotográfico de su hija. Sabe que las Hermanas de la Cruz son muy estrictas y que dentro del convento no habrá fotos. Maína pidió un hábito a las Hermanas de la Cruz de la casa de Madrid y María Isabel, vestida de monja, se fotografió en su casa. Es una foto que falsea la realidad, aún no es monja ni ha pasado por el noviciado. Pero es una foto simpática. A su madre le hizo ilusión y a don Ricardo, quién sabe, tal vez se le torció un poco el bigote.
Marcharon a Sevilla en tren. María Isabel viajó con su madre y su hermana Margarita; Maricar Ibáñez con su madre María y dos hermanos. Al llegar a Sevilla, los Ibáñez pretenden ir al Hotel Alfonso XIII, el más lujoso de la ciudad, pero a Maína le pareció demasiado ostentoso y se alojaron finalmente en el Hotel Inglaterra, en pleno centro de Sevilla, en la Plaza Nueva, frente al Ayuntamiento.
Llegaron la víspera de la Inmaculada. Visitaron la ciudad y tomaron contacto con los respectivos conventos. El 8 de diciembre es un día grande en Sevilla. En la catedral hay solemne pontifical y seguro estoy que asistirían a él, con bendición papal con indulgencia plenaria dada por el arzobispo, cardenal Segura.
Ese mediodía las dos familias tienen en el hotel la comida de despedida. María Isabel ha de entrar a las 6 de la tarde. Maricar tomará el camino de Castilleja de la Cuesta, donde está el noviciado de las Irlandesas.
Tras la comida familiar, se dicen las dos:
–Vamos a fumar nuestro último cigarrillo.
Y se encerraron en un cuarto del hotel Inglaterra y se fumaron el último cigarrillo de sus vidas. A mayor gloria de Dios.
–Nos costó sangre y lágrimas a Isabel y a mí separarnos. Lo de la familia, el mundo y sus vanidades lo teníamos asumido –cuenta Maricar.
Después… prácticamente no se verán ya mucho en la vida. Se les abren horizontes distintos. María Isabel atravesó el portón de la Casa Madre de las Hermanas de la Cruz a las 6 de la tarde. Allí la dejaron su madre y su hermana Margarita. La recibió la maestra de novicias, Hermana María Ignacia. La ceremonia de entrada es breve y sencilla. Pasaron a rezar a la capilla; después, bajaron a la cripta donde reposaban entonces los restos de Sor Ángela de la Cruz. Por último, Sor María Ignacia llevó al noviciado a la nueva postulante, que cambió su ropa de calle por un sencillo uniforme para los seis meses de postulante antes de comenzar el noviciado.
En la catedral, a esa hora, bailaban los Seises ante el Santísimo. En las Hermanas de la Cruz ha entrado una postulante que con el tiempo subirá a los altares como santa María de la Purísima. Tal día como hoy, 20 de febrero de 1926, nació en Madrid en una casa del barrio de Salamanca donde años atrás, 22 de diciembre de 1870, falleció el poeta del amor y del dolor, Gustavo Adolfo Bécquer.

jueves, 16 de febrero de 2017

Mateo Alemán y su «Guzmán de Alfarache»

«Por cuanto por parte de vos, Mateo Alemán, nuestro criado, nos fue fecha relación que vos habíades compuesto un libro intitulado Primera parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana, del cual ante los de nuestro Consejo hicistes presentación; y atento que en su composición habíades tenido mucho trabajo y ocupación y era libro muy provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandáramos dar licencia para le poder imprimir y privilegio para le poder vender por tiempo de veinte años, o por el que fuésemos servido o como la nuestra merced fuese... Por mandado del Rey, Nuestro Señor...».


La aprobación real del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán está fechada en Madrid el 16 de febrero de 1598. Lo había terminado un año antes y la edición princeps no fue publicada hasta principios de 1599. Tuvo un éxito tan resonante que a mediados de ese año apareció en Barcelona una edición pirata que sería continuada por otras muchas. Las aventuras de Guzmanillo fueron leídas con regocijo en Europa y las Indias, pero a Mateo Alemán no le supuso salir de pobre.
Nacido en Sevilla en 1547, Mateo Alemán fue bautizado en la Colegial del Salvador el 28 de septiembre, días antes que lo fuera en Alcalá de Henares ese otro genio de la Literatura llamado Miguel de Cervantes. Si Cervantes no hubiera existido, Mateo Alemán hubiera ocupado el trono de la novela española. El Quijote se antepuso al pícaro Guzmán de Alfarache. Pero Mateo Alemán no deja de ser, como apunta Menéndez y Pelayo, «uno de los escritores más geniales y vigorosos de nuestra lengua».
No se conocen muchos detalles de su vida. Su padre Hernando Alemán fue médico y cirujano de la Cárcel Real de Sevilla, sórdida posada carcelaria que conocerían en vivo tanto Mateo Alemán como Cervantes. Su madre se llamaba Juana del Nero, hija del comerciante Juan López del Nero, de ascendencia florentina. A los dieciséis años se graduó de bachiller en Artes y Teología en el Colegio de Santa María de Jesús. Ese año comenzó los estudios de Medicina, que continuó en Salamanca y Alcalá, sin llegar a finalizar. Vuelve a Sevilla para buscarse la vida, contrae deudas, conoce por primera vez la cárcel, se casa más bien a la fuerza con doña Catalina de Espinosa, de la que se separaría posteriormente, trasladó su residencia a Madrid, siendo nombrado Juez de Comisión al servicio de la Contaduría Mayor, cargo que ejerció durante veinte años.
Vuelto a Sevilla a finales de 1601, contraerá deudas y conocerá de nuevo la cárcel, trabará amistad con Lope de Vega que ronda por Sevilla prendado de los amores de la cómica Micaela Luján... El 12 de junio de 1608, Mateo Alemán embarcó para México, acompañado de su amiga Francisca Calderón, su amante «trigueña, con un lunar debajo de la oreja izquierda», al servicio del arzobispo fray García Guerra. En Nueva España publicó un libro sobre Ortografía castellana y escribió su última obra, Sucesos de fray García Guerra, arzobispo de México, apasionado relato de su protector, que fue virrey de aquellas tierras desde 1611 a 1612, en que murió. De Mateo Alemán se sabe que residía en Chalco en 1615. Y ahí se pierde su pista. ¿Murió en 1616? Sería una coincidencia más con Miguel de Cervantes, venidos al mundo y desaparecidos de él al mismo tiempo estos dos genios de la literatura española.
Se hallaba Mateo Alemán en 1591 en Cartagena en una misión por razón de su cargo al servicio del rey, cuando le ocurrió un accidente chusco mientras visitaba con las autoridades de la ciudad un navío flamenco. Un taco de las salvas de despedida le dio en la cabeza y por fortuna para él no se la descalabró, cosa que achacó a la protección de san Antonio de Padua, al que hizo voto de escribirle una biografía. Y así fue. En su producción literaria aparece la Vida de San Antonio de Padua, publicada en Sevilla en 1604.
Pero su obra genial fue Guzmán de Alfarache, publicada, como hemos dicho, en 1599, y que sufrió, aparte las ediciones piratas, una publicación apócrifa titulada Segunda parte de la vida del pícaro..., talmente como sucediera años después a Cervantes con su Quijote. Mateo Alemán, manifiestamente disgustado, se lanzó a la escritura de la Segunda parte del Guzmán, que fue publicada a finales de 1604 en Lisboa. 

jueves, 9 de febrero de 2017

Leopoldo de Alpandeire, el fraile de las barbas blancas

Se hallaba san Francisco en la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, que quiso probar hasta dónde llegaba la humildad del Poverello de Asís. Le dijo en tono de reproche:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
–¿Qué quieres decir? –repuso san Francisco.
–¿Por qué todo el mundo va detrás de ti y se pelea por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble... ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
  


 Al oír esto, san Francisco sintió una grande alegría de espíritu y estuvo largo espacio de tiempo con la mirada hacia el cielo y la mente elevada en Dios. Después, contestó al hermano Maseo:
–¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo que no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil ni más grande pecador que yo. Y me ha escogido para confundir la nobleza y la grandeza y la fortaleza y la belleza y la sabiduría del mundo a fin de que quede patente que de Él y no de criatura alguna proviene toda virtud y todo bien y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que el que se gloríe que se gloríe en el Señor, a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde, quedó lleno de asombro y comprobó que san Francisco estaba cimentado en la verdadera humildad.
Es la número diez de las florecillas de san Francisco.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire es la semblanza de un humilde capuchino que ha revivido en el siglo XX la fascinante aventura de su maestro de Asís. Desde el púlpito de la catedral de Granada resonó en cierta ocasión la voz del predicador:
–Tenemos entre nosotros un santo del siglo XIII. No tenéis más que ver a fray Leopoldo cuando va por la calle.
Era la voz profética del jesuita Alfonso Payán, martirizado en septiembre de 1936 cerca de Almería.
A fray Leopoldo le podríamos tentar también en su humildad:
–¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué acuden a ti de todas las partes del mundo a implorar ante tu sepulcro tu intercesión bienhechora ante Dios? ¿Por qué la gente confía tan locamente en ti, si tú no has sido hermoso de cuerpo ni has sobresalido por tu ciencia ni has nacido en cuna noble?
Y el humilde fray Leopoldo, que en su vida terrena se consideró como un ser insignificante, te responderá como su padre san Francisco:
–Para confundir el orgullo y la sabiduría de este mundo.
La historia de fray Leopoldo de Alpandeire es como un ramillete de florecillas de este santo lego capuchino, más bien salido al fragor del siglo XX de aquellos tiempos heroicos y caballerescos del siglo XIII.
Nació el 24 de junio de 1864, festividad de san Juan Bautista, en el pueblecito de Alpandeire, cercano a Ronda, de padre labrador y madre ama de casa, el mayor de una familia numerosa. Eran tiempos austeros, muy pobres. Campo, lluvia, sol, siembra, siega... Y los hombres de Alpandeire rudos como la rudeza del campo. En la escuela del pueblo aprendían a leer, a escribir y las cuatro reglas. Y cuando ya estaban un poco espigados, dejaban el pupitre y se iban al campo. Ese era el único horizonte laboral. Esto es lo que aprendió fray Leopoldo y en verdad hay que decir, por las pocas cartas que de él se conservan, que las letras no fueron su fuerte. «No creo que los padres tuvieran medios para ponerlo a estudiar; además, entonces no estudiaban los hijos de los pobres», cuenta Diego Márquez, su sobrino, hijo de su hermano Juan Miguel.
Entró de lego capuchino en Sevilla y su vida transcurrirá entre las huertas de los conventos, la portería y limosnero por los pueblos de Granada, su último convento, donde pasó gran parte de su vida y donde murió el 9 de febrero de 1956 el frailecito de las barbas blancas.
Desde entonces, su sepulcro, en el convento de los capuchinos de Granada es un reguero continuo de peregrinos, llevándole flores, que se hace masivo todos los años en este día aniversario de su muerte.
Un santo del pueblo, no hay duda, un santo popular, que fue beatificado en Granada el 12 de septiembre de 2010 por el cardenal Angelo Amato.
Era tan sencillo, tan ignorante este frailecico, que en la mesita de su celda sólo tenía un par de libritos o tres, el Kempis y algún devocionario sencillo que le ayudaban a la meditación. Nada de libros de poesía, ni conocimiento siquiera de los sucesivos gustos literarios. A Granada la han cantado de por siglos los mejores poetas, porque es una ciudad que arranca suspiros. Cuando fray Leopoldo aparece en la ciudad de la Alhambra impera la generación del 98 y el modernismo: Unamuno, Manuel Machado («Granada, agua oculta que llora») o Rubén Darío y Villaespesa. Y en su edad madura, el Grupo del 27: Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Alberti, o Pemán. Todos han dejado páginas bellas, versos sentidos de esta embrujada ciudad.
Si fray Leopoldo hubiera sabido expresarse poéticamente, después de cincuenta largos años cosidos a la piel de esta ciudad, bien podía suscribir esos versos de Pemán:

–Ay, amor –¿por qué la quiero?
¡Si yo no soy de Granada!

sábado, 4 de febrero de 2017

El Cristo de la Agonía de Vergara

Hace unos diez días llegaba a Sevilla un camión, que atravesó toda España, desde Vergara (Guipúzcoa), a un ritmo lento, no superior a los noventa kilómetros por hora. Dentro de un enorme cajón venía un preciado tesoro que se venera en aquella localidad guipuzcoana: el Cristo de la Agonía de Juan de Mesa, imagen extraordinaria de la imaginaría barroca sevillana. Lo acompañaban, dándole escolta, el arcipreste y deán de la Catedral de San Sebastián. Y ha sido traído para ser restaurado en el IAPH (Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico).


De Sevilla salió este Cristo, poco después que lo esculpiera la gubia de Juan de Mesa, en 1626, por encargo de Juan Pérez de Irazábal, contador de Su Majestad, para que presidiera en una capilla de la parroquia de San Pedro de Vergara el lugar de su enterramiento. Desde entonces, el Cristo preside el altar de su capilla, aunque su mecenas Juan Pérez no fuese allí enterrado. Allá fue en carro tirado por bueyes y a saber los días que le llevó acarrear el Cristo al pueblo guipuzcoano. Desde entonces, solo ha salido de Vergara en dos ocasiones. Y las dos a Sevilla, su lugar de origen.
Primero, en 1983, para la exposición «Sevilla en el XVII», organizada por el Ministerio de Cultura, con otras muchas obras escultóricas y pictóricas del barroco sevillano. Y esta última llegada, para su restauración. El próximo mes de marzo será expuesto en la iglesia del Santo Ángel, de los carmelitas descalzos, antes de ser devuelto a su iglesia, y podrá ser contemplado, junto al de Martínez Montañés y al Cristo del Seminario Mayor de Granada, de Pablo de Rojas.
Hay quien considera el Cristo de la Agonía como el mejor salido de las manos de Juan de Mesa. Pero en verdad, tendrá que competir en gustos con el Cristo del Amor, el Cristo de la Buena Muerte de los Estudiantes y el Cristo de la Misericordia del convento de Santa Isabel, que no le van a la zaga. Todos ellos, a cual mejor, son de una factura prodigiosa.
El Cristo de la Agonía es un Cristo vivo, ya en sus últimas exhalaciones, con la boca entreabierta, la mirada implorante de ojos hacia el cielo, como diciendo: «¿Padre, por qué me has abandonado?», y una anatomía de 2,10 metros. Un Cristo que bien podría ser procesionado en Semana Santa, como los de Sevilla, pero en Vergara no se estila eso. Y el Cristo permanece en su capilla, la única exenta de la parroquia de San Pedro, a la espera de un cristiano que le rece.
Fue el sexto Cristo que esculpía Juan de Mesa y ya tenía esa experiencia que hace que la obra que le ocupa sea una genialidad. El catedrático de Arte José Hernández Díaz lo considera su obra más personal y perfecta:
–El de Vergara es la reafirmación de su propia personalidad… Creo que entre los Crucificados de Mesa es el mejor y el más personal; y en la producción de su autor, su obra más perfecta. Su advocación –Agonía– le cuadra a maravilla; Cristo va a morir y su Humanidad acusa el postrer estertor. Su cabeza afirma el proceso, que se goza íntegramente por pérdida parcial de la corona. Mesa acertó totalmente en esta imagen: es versión cumbre de la imaginería pasionista barroca, según el ambiente religioso y estético andaluz.
No ha habido dudas sobre la autoría de este Cristo de la Agonía. Porque Juan de Mesa, discípulo predilecto de Martínez Montañés, sufrió durante muchos años la suplantación de autoría de dos de sus Cristos, el del Amor y el de la Misericordia, y del simpar Nazareno del Señor del Gran Poder, atribuidos hasta los primeros años del siglo XX como de Martínez Montañés.
Pero documentos fehacientes, encontrados en el Archivo de Protocolos de Sevilla, fueron descubriendo, con pesar de no pocos, que esas bellas imágenes que se decían de Martínez Montañés eran en realidad de su discípulo Juan de Mesa. En 1930, Sevilla rindió a Juan de Mesa un homenaje de desagravio y colocó una placa en la fachada de la iglesia de San Martín, donde yacen sus restos. El humor asomó en las páginas de El Noticiero Sevillano en la pluma poética de José García Rufino, bajo el seudónimo de Don Cecilio de Triana. Bajo el título: ¿De quién es El Cacho­rro?, espigamos solo unos versos:

Primero le tocó el turno
al Señor del Gran Poder,
que se dijo no era obra
de Martínez Montañés;
luego, el Cristo del Amor
dicen no es suyo también,
y ahora salen con que el Cristo
que está en Santa Isabel,
tampoco lo hizo Martínez;
y a ese paso saldrá que
el escultor que creíamos
de más fama y de más prez,
lo que hacía no eran imágenes
pues se ocupaba en hacer
en la Alcaicería muñecos
para el Portal de Belén...