lunes, 7 de agosto de 2017

San Cayetano, padre de la Providencia

Así le llama la piedad popular: «Padre de la Providencia», por su abandono en la paternidad de Dios Padre. Por poner toda su confianza en Dios, por fiarse de Dios. Es la lectura meditada y practicada de los capítulos 5 al 7 del Evangelio de san Mateo: Desde las bienaventuranzas al abandono en la confianza plena en Dios, cuando Jesús dice: «No andéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer o a beber... Fijaos en los pájaros: ni siembran, ni siegan ni almacenan; y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis mucho más que ellos?... Total, que no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio». San Cayetano grabó a fuego estas enseñanzas evangélicas en su corazón y se dejó llevar por la providencia de Dios.      
Providencia: la palabra talismán de san Cayetano. De ahí la confianza y piedad que el pueblo ha depositado en él. Y el cariñoso apodo con el que se le invoca.


 Nació en Vicenza (República de Venecia) en 1480 de familia noble, hijo del conde de Thiene. En 1504 se laureó en ambos derechos en la Universidad de Padua y poco después marchó a Roma, como familiar del obispo Pallavicini, que llegaría a cardenal. Pudo así entrar en los ámbitos vaticanos llegando a ser secretario del papa Julio II, protonotario apostólico y escritor de las cartas apostólicas, y testigo de aquel Vaticano renacentista de vida fácil y alegre de tantos prelados y cardenales.
Santo de la humildad, los tiempos aquellos no corrían precisamente al abrigo de esta virtud. Contemporáneo de Lutero, Cayetano se plantea también la reforma de la Iglesia, pero hará lo contrario del fraile alemán. Lutero quiso transformar la religión y no los hombres. Cayetano siguió lo enunciado por Egidio Romano en el discurso de apertura del concilio de Letrán de 1512: «Son los hombres los que han de ser transformados por la religión, no la religión por los hombres». Este será su lema.
El de Letrán fue un concilio frustrado. No hubo cabezas clarividentes que llevaran a cabo la reforma de la Iglesia. Cuando años más tarde se convoque el concilio de Trento, ya ha tenido lugar la profunda escisión que separó a las Iglesias protestantes y anglicana. Cayetano desarrolla su actividad apostólica entre estos dos concilios y piensa que una reforma no tiene valor si no comienza por sí mismo. Por eso, él no juzga, actúa. Será la suya la primera experiencia de reforma del clero, de las muchas que se ensayaron durante el siglo XVI.
Por de pronto se ordena de sacerdote, decisión que hizo retrasar hasta los treinta y seis años. Se sentía «un gusano de la tierra» y le parecía demasiada presunción convertirse en ministro de Dios. Fue el 30 de septiembre de 1516, festividad de san Jerónimo, patrono del Oratorio del Amor Divino, asociación piadosa a la que pertenecía Cayetano y que en Roma se dedicaba a la santificación personal y al apostolado. Meses más tarde, en la noche de navidad, en la basílica de Santa María la Mayor, en la cripta de la capilla del Pesebre, Cayetano celebró su primera misa y recibió la visión de la Virgen María que le entregó al Niño Jesús. Una lápida, colocada en el lugar en 1694 por el príncipe Savelli Peretti, patrono de la capilla, lo recuerda: «Aquí san Cayetano, alentado por san Jerónimo cuyos huesos reposan cerca de este lugar, recibió de la Madre de Dios al Niño Jesús en brazos la noche de Navidad». Lo cuenta el mismo santo en carta dirigida a sor Laura Mignani: «A la misma hora de su santísimo Parto, me acerqué al santo Pesebre. Alentado por mi padre, el Bienaventurado Jerónimo, amante del santo Pesebre, cuyos huesos descansan sobre la misma Sagrada Cuna, recibía de las propias manos de la púdica Doncella, mi protectora, que acababa de ser madre, al recién nacido Infante, carne y envoltura del Verbo eterno. Cuando mi corazón no se derritió en aquel momento, señal es, creedlo, Madre, de que es más duro que el diamante. Paciencia».
La enfermedad de su madre le hace volver a Vicenza en 1518, donde funda un Hospital para Incurables. En 1522, obediente a su confesor, el dominico Carioni di Crema, marcha a Venecia, donde establece el Oratorio del Amor Divino y ejerce hasta la heroicidad su espíritu de caridad. «Jesús está crucificado en nuestro prójimo», escribe Cayetano. Y también: «No basta sentir el amor, es necesario actuarlo».
Un año más tarde, vuelve a Roma. Acaba de morir el papa Adriano VI y Cayetano llega a tiempo de presenciar la coronación de Clemente VII, el del «Saco de Roma», que también sufrirá en sus carnes el mismo Cayetano. El nuevo papa es tan buen economista como mal político. Aliado a Francia y Venecia y enfrentado al emperador Carlos V, ve invadidos sus dominios, que culminaron en el sangriento asalto a la ciudad de Roma en 1527.
Pero antes, Cayetano ha creado un nuevo modelo de vida sacerdotal. En unión de otros tres compañeros, Bonifacio de Colli, Juan Pedro Carafa, arzobispo de Chieti, y Pablo Consiglieri, formó la Compañía de Clérigos para la Reforma. No vivirán como los monjes o como los frailes. No tendrán rentas ni beneficios canónicos y no practicarán la mendicación. En los monjes y frailes prevalecen los votos. En los nuevos clérigos debe prevalecer la estima por el sacerdocio. Vivir el sacerdocio en toda su plenitud. Vivirán como clérigos, del altar y la predicación del evangelio. La liturgia, como medio de santificación, y también la misa diaria, inusitado en aquel tiempo.
El proyecto de este nuevo instituto lo presentan al Papa el 3 de mayo de 1524, en audiencia privada. El 24 de junio se expedía el breve papal Exponi nobis, que autorizaba la vida común de los Clérigos Regulares. Juan Pedro Carafa ha renunciado a sus dos obispados de Chieti y Brindisi, Cayetano entrega todos sus bienes a sus primos Fernando y Jerónimo Thiene, y de Colli cede su casa de la Via Leonina para residencia de la primera comunidad. La ciudad de Roma los llamó popularmente Teatinos, por la sede episcopal de Juan Pedro Carafa, obispo de Chieti (Theates en latín). Como a Carafa se le decía el «obispo teatino», este nombre se extendió a todos sus compañeros. Y teatino vino a identificarse con el sacerdote comprometido con el Evangelio, que se fía de la Providencia de Dios. Su primer superior general fue Carafa, no queriendo Cayetano, movido por su grande humildad, sobreponerse sobre sus compañeros.
De la Via Leonina se trasladaron al monte Pincio, donde padecieron el trágico «Saco de Roma» de 1527. El 6 de mayo, amparados por la niebla, las tropas del duque de Borbón asaltaron la Ciudad Eterna. Muertes, violaciones y vandalismo de todo tipo, destrucción de preciosas obras de arte, sacrilegios... hasta la misma tumba de Julio II fue profanada, llevándose su anillo de oro. Fueron días amargos para Roma, y para el papa, que se refugió en el castillo de Sant’Angelo, hasta que pasados unos meses logró salir de Roma, después de largas negociaciones. Muchos interpretaron aquellos sucesos brutales como un flagelo de Dios por la vida escandalosa de los papas y eclesiásticos en el mismo corazón de la cristiandad. Cayetano y sus compañeros sufrieron también las consecuencias del saqueo. Maltratados por los soldados, fueron llevados prisioneros a la torre del Reloj en el Vaticano. Una vez liberado, Cayetano pasó a Venecia, donde continuó su obra de apostolado, de reforma y de asistencia social.
En 1533, por mandato de Clemente VII, marchó a Nápoles, donde transcurren los últimos años de su vida. Murió el 7 de agosto de 1547 y fue enterrado en una fosa común, de modo que no ha habido manera de identificar sus huesos. Pero el pueblo napolitano ha estampado en su tumba esta hermosa inscripción: «Aquí descansa el hombre que intercedió por el pueblo». Sus restos se veneran en San Paolo Maggiore de Nápoles, en la capilla del Socorro. El poeta italiano Giulio Salvadori ha escrito de él: «El primer hombre y sacerdote de nuestra Edad Moderna». Y Pío XII lo llamó: «Campeón insigne de la misericordia cristiana». Según la tradición, Cayetano fundó en Nápoles el Monte de Piedad, origen del actual Banco de Nápoles.
Fue beatificado por Urbano VIII en 1629 y canonizado por Clemente X en 1671. Se le representa recibiendo en sus brazos de manos de la Virgen María al Niño Jesús, según la visión que tuvo aquella noche de navidad. 

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