miércoles, 8 de marzo de 2017

San Juan de Dios, el «loco» de Granada

He aquí una vida plagada de aventuras. Este portugués, Juan Ciudad se llamaba, recriado en Castilla, fue pastor, soldado, vendedor de libros, viajero por caminos de Europa e incluso de África, hasta asentarse en Granada donde descubrió su vocación definitiva: el cuidado de los enfermos que le llevó a la santidad.


 En Juan Ciudad se ha operado ya una transformación espiritual, pero Dios lo espera para el toque definitivo aquel 20 de enero de 1539. Predica en la Ermita de los Mártires san Juan de Ávila. Juan se halla entre los oyentes y las palabras del predicador, que ensalza las virtudes del santo del día, san Sebastián, calan tan hondo en su alma que, entre lágrimas y suspiros, comienza a gritar:
–¡Perdón, Señor, misericordia para este miserable pecador!
Salió del templo y por calles y plazas de Granada Juan Ciudad, enajenado totalmente, repetía la misma cantinela.
–¡Misericordia, Dios mío, misericordia!
Está como loco. ¿Se ha vuelto loco? Se tira por tierra, se da golpes con la cabeza contra los muros, se mesa la barba.
La chiquillería le sigue y le grita:
–¡Loco! ¡Loco!
Y le tira piedras.
Juan Ciudad llega a su tienda de la Puerta de Elvira y comienza a repartir sus cosas a quien las quiere. Después busca a Juan de Ávila y hace una confesión general, y sigue y sigue por las calles… Así, tres días. Unos vecinos piadosos lo recogen y lo llevan al Hospital Real, recluido en la sala de los dementes.
¿Estaba loco? ¿Se hizo el loco por amor a Cristo? Los biógrafos dividen sus opiniones. Bien parece ser que fue un ataque de locura.
En el manicomio, ya repuesto, ya tranquilo, pudo calibrar la suerte de sus colegas y la terapia de los enfermeros, a base de latigazos y azotes, que él también sufrió. Juan Ciudad pasa cuatro meses en el Hospital Real de Granada y esta triste experiencia le llevará en los años que le restan de vida a idear un hospital con una terapia bien distinta hacia los enfermos mentales. Un hospital fundado en el amor hacia los pobres enfermos y apoyado en normas higiénicas y sanitarias seguras.
Cuando sale, a mediados de mayo de 1539, se topó con un cortejo fúnebre que pasa por delante del Hospital. Conducidos por Francisco de Borja, los restos mortales de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, son llevados a su morada definitiva en la Capilla Real. Y surge un nuevo toque de la gracia. Al abrir el féretro para dar fe de la entrega de la emperatriz, Francisco de Borja pudo comprobar cómo la podredumbre se había apoderado de aquel bello rostro de mujer. No volvería a servir a señor que se le pudiera morir, se dijo a sí mismo, y en Granada, aquel mismo año, se produjo un nuevo arranque hacia la santidad.
Las honras fúnebres por la emperatriz duran tres días. El 19 de mayo predica Juan de Ávila y Juan Ciudad se consuela con él y le sigue a Baeza, donde el santo avileño regenta un colegio de niños junto a la iglesia de Espíritu Santo. Durante una corta temporada, Juan Ciudad hará las faenas de la casa e intimará con el santo Ávila. Después marcha en peregrinación a Guadalupe, «a visitar a la Virgen Nuestra Señora, darle gracias y pedirle nuevo socorro y ayuda para la nueva vida que pensaba hacer».
Juan Ciudad vuelve a Granada en el otoño de 1539 y entra en la ciudad con un hato de leña al hombro. Quiere venderlo y ganar un poco de dinero que compartir con los pobres. Así durante un tiempo en el que no se libraba tampoco de la fama que había dejado de su locura. Pernocta donde puede hasta que es acogido por una familia bien, los Venegas, moros conversos. El jefe de la casa, Miguel Abiz de Venegas, era nieto del rey Boabdil. Juan Ciudad duerme en el patio de la casa o en el zaguán. Pero un día lleva a un menesteroso que ha encontrado por la calle, y un día después a otros más. Y el patio de señor Venegas se llena de pordioseros y enfermos.
Juan Ciudad, ante esta situación, alquiló una casa vieja en la calle de Lucena, cercano a la plaza de Bibarrambla, y comenzó a recoger los primeros asilados: mendigos, locos, ancianos, huérfanos... Acaba de fundar su primer hospital, muy pobre, muy sencillo, casi sin nada, los asilados duermen en esteras de anea y mantas viejas. Pero así se da a conocer en Granada, no ya como loco sino como el santo de la caridad. Y al que llamaban «loco» lo apodan ahora de «santo». Él hace de todo: enfermero, cocinero, mandadero... Sale a pedir por las calles «con una espuerta grande en el hombro y dos ollas en las manos colgadas de unos cordeles», dice el P. Castro. Juan Ciudad, que aparece «flaco y maltratado», grita:
–¿Queréis hacer el bien a vosotros mismos? ¡Hermanos, por el amor de Dios, haced el bien a vosotros mismos!
«Haced el bien, hermanos», «Fatebenefratelli» en italiano, esta expresión salida repetidamente de labios de Juan Ciudad se convertirá en el nombre del instituto religioso en Italia. En España con el tiempo serán los Hermanos de San Juan de Dios, y en México serán conocidos por los Juaninos.
Porque Juan Ciudad se ha convertido en Granada en Juan de Dios. Don Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Tuy, a la sazón presidente de la Real Chancillería de Granada, será quien lo bautice de nuevo, admirado de la gran obra de caridad que Juan Ciudad realiza en Granada.
–Juan Ciudad es más de Dios que de los hombres– dijo el obispo.
Y como Juan de Dios será conocido desde entonces.
Lo dejó dicho Lope de Vega y así los artistas esculpen con frecuencia a Juan de Dios…

Porque amó la pobreza de manera
que si un ángel y un pobre juntos viera,
dejara al ángel y abrazara al pobre.

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