sábado, 26 de noviembre de 2016

Unamuno y el Cristo de Velázquez

El próximo 31 de diciembre se cumplirán 80 años de la muerte de Miguel de Unamuno, recio vasco rector de la Universidad de Salamanca. Y ya están apareciendo diversos escritos sobre su figura en los periódicos. Yo quisiera unirme a ello y reflejar aquí unas pinceladas de su viaje a Las Hurdes en 1913, donde se llevó el manuscrito de su poema Ante el Cristo de Velázquez, para perfilarlo en aquellas soledades.



Unamuno y el Cristo de Velázquez (Museo del Prado).

Las Hurdes era un terreno montañoso de difícil acceso y la zona más deprimida de España en los años primeros del siglo XX, descubriendo al visitante de aquellos pueblos y alquerías la vida miserable de los hurdanos: atraso económico, incomunicación, analfabetismo, nula asistencia sanitaria, enfermedades endémicas y muertes de una comarca perdida al norte de Extremadura. Abundaba el enanismo y en los cinco municipios hurdanos la estatura de los mozos apenas sobrepasaba el metro y medio. Las enfermedades y epidemias eran continuas: calenturas, viruela, bocio, cretinismo, difteria, paludismo, el garrotillo o las tercianas diezmaban la población… Y las precarias condiciones de un alto índice de analfabetismo, de una alimentación exigua y de unas viviendas míseras.
Es célebre la visita que a ella realizó el rey Alfonso XIII acompañado de don Gregorio Marañón en 1922 y recibida la expedición regia por el obispo de Coria, don Pedro Segura y Sáenz. Pero Las Hurdes ya había sido desde el siglo XIX lugar de estudio como un caso singular en el corazón profundo de España.
Ya el Diccionario geográfico-estadístico de Madoz de mediados del siglo XIX supone un hito en la historiografía y un antes y un después en el conocimiento de la realidad de Las Hurdes. Para Madoz «es un país casi desconocido en el resto de la nación… y lo poco que de él se ha escrito está lleno de inexactitudes y de faltas».
Hay estudios sociológicos ya desde finales del siglo XIX. Y el trabajo que el obispo de Plasencia, Francisco Jarrín Moro (+1912), y su secretario, José Polo Benito, habían hecho en Las Hurdes.
Polo Benito, muerto su obispo, dirigió por espacio de cinco años la revista Las Hurdes (1904-1909) y organizó el Congreso Nacional Hurdanófilo, celebrado en Plasencia en los días 14 y 15 de junio de 1908. Y permítanme un inciso acerca de Polo Benito, que llegó a ser deán de la catedral de Toledo y acabó su vida el 22 de agosto de 1936, al comienzo de la guerra civil, fusilado en la Puerta del Cambrón de Toledo junto a un grupo de 70 personas: otros diez sacerdotes, once hermanos maristas y personas civiles, entre ellas Luis Moscardó, hijo del coronel Moscardó, defensor del Alcázar de Toledo. José Polo Benito fue beatificado junto con otros 497 mártires por el papa Benedicto XVI el 28 de octubre de 2007 en Roma.
Siguiendo con Las Hurdes, en la primera mitad del siglo XIX apareció por España un simpático inglés vendiendo Biblias. George Borrow, conocido como Don Jorgito, dejó escritas las impresiones de sus correrías en un famoso libro titulado La Biblia en España. Y oyó hablar de «una pequeña nación o tribu de gente desconocida que hablaba una lengua desconocida, que vivía allí desde la creación del mundo, sin cruzarse con las demás criaturas y sin saber que existían otros seres además de ellos mismos». No era así ciertamente, pero la leyenda que oyó George Borrow sobre Las Hurdes viene de muy atrás.
El hispanista francés Maurice Legendre, que fuera director de la Casa de Velázquez, centro cultural del Estado francés en Madrid, visitó en 1909 el santuario de la Peña de Francia, lugar próximo a Las Hurdes, inicio de una serie de visitas anuales de estudio a la comarca, que culminará en una tesis doctoral que presentó en la Universidad de Burdeos.
Maurice Legendre conoció a Miguel de Unamuno en Burgos en julio de 1909 y juntos realizaron un viaje a Las Hurdes en 1913, acompañados del filósofo francés Jacques Chevalier, viaje que el ilustre escritor vasco dejará consignado en un cuaderno de viaje.
–Esas tierras extremeñas, las que cantó como una alondra Gabriel y Galán –que dirá Unamuno.
El 28 de julio, antes de salir para Las Hurdes, Unamuno escribe a su amigo portugués, Teixeira de Pascoâes:
–A mí me ha dado ahora por formular la fe de mi pueblo, su cristología realista y… lo estoy haciendo en verso. Es un poema que se titulará Ante el Cristo de Velázquez y del que llevo escrito más de 700 endecasílabos. Quiero hacer una cosa cristiana, bíblica y… española. Veremos.
Este poema a medio construir se lo llevó a Las Hurdes y lo iba leyendo a sus amigos franceses.
Unamuno se sentía feliz al contacto con la tierra virgen de aquellos terruños inhóspitos. Alguna noche será «de perros», según explica el mismo Unamuno, pero señala que se siente a solas consigo mismo y con la tierra pura.
–¡Adiós el mundo de los periódicos y de la política! Por unos días no habríamos de saber nada de él.
Y el autor del Sentimiento trágico de la vida, cuyas pruebas de este libro había dejado sobre la mesa del rectorado de la Universidad de Salamanca, escribirá el 24 de diciembre a Jacques Chevalier, quien, desde Lyon, le había preguntado si había terminado «votre poignant poéme, le Crist de Velázquez»:
–Al fin puedo ponerle cuatro letras, mi querido amigo… Estos días de vacaciones me ocupo en redondear mi Cristo de Velázquez. Algo creció, desde que ustedes se fueron y algo ha mejorado. Resulta que a mí me parece mi obra mejor, más serena y más concentrada, y a los que la conocen aquí les parece lo más católico que he hecho. No tiene la inquietud y el tormento de mi Sentimiento trágico. Y es que he encontrado al hacerla mucho del alma de mi niñez, madurada por meditaciones. Y habla en ella, creo, lo mejor del alma de mi pueblo».
Un poema, Ante el Cristo de Velázquez, que comienza:

¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?

Y termina:
…¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!

sábado, 19 de noviembre de 2016

Muñoz y Pabón, el canónigo novelista

La figura de Juan Francisco Muñoz y Pabón, magnífico poeta y novelista de principios del siglo pasado y a fuer de ello ilustre canónigo Lectoral de la Iglesia Catedral Metropolitana de Sevilla, está pasando desapercibida, sin recuerdo ni mención alguna en este año 2016 en que se cumple el 150 aniversario de su nacimiento.
Luis Montoto, cronista oficial de la ciudad y gran amigo de Muñoz y Pabón, hubo de dar un informe al Ayuntamiento para la concesión de una calle. En él decía: «Como sacerdote, como literato y como amador de Sevilla –¡su querida Sevilla!– digno es el Sr. Don Juan Francisco Muñoz y Pabón de que, en homenaje debido a la virtud y al talento... su nombre se exponga a la veneración del pueblo cuya graciosa belleza recogió y guardó en el precioso relicario de su genial obra literaria». Y así, por acuerdo capitular de 5 de agosto de 1921 –un año y medio después de su muerte–, a la calle de la Carne, junto a la parroquia de San Nicolás, se puso el nombre del insigne novelista y poeta.


 Seminarista era, y ya chispeante poeta, cuando se hallaba de arzobispo de Sevilla el dominico Fray Zeferino González, decoro de la filosofía española. Pasó del obispado de Córdoba al arzobispado de Sevilla. No vino solo. Con él arribó una pléyade de sacerdotes que le habían ayudado en el gobierno de la diócesis cordobesa y que ocuparon los principales cargos eclesiásticos en Sevilla. Nombramientos de unos y cesantías de otros llenaron, como es lógico, de chismes la ciudad. Lo mejor vino de esa mente despierta y aguda que fue Muñoz y Pabón, entonces seminarista. Dibujó un escudo, la mitra y el báculo en el centro, y en uno de los cuarteles un pan de rosca, con esta leyenda:
Fames Corduba utraque unum
que, traducido, significa: «El hambre y Córdoba son una misma cosa». Siguió con la broma y parodió aquellos versos de santo Tomás:
Ecce panis angelorum
Factus cibus viatorum.
La parodia quedó así, escrita alrededor del escudo:
Ecce panis hispalensis
Factus cibus cordubensis.
«El pan hispalense convertido en comida de los cordobeses». El pintoresco escudo corrió por todo el Seminario. Y de allí saltó, como por arte de magia, al despacho mismo del arzobispo.
Una mañana, el rector llama a Juanito. Muy serio y muy tieso.
–¡Buena la has hecho! ¡Buena la has hecho, niño! El empecatado escudito, que en mal hora dibujaste, y los endiablados versitos que escribiste, han caído en manos del señor arzobispo.
Juanito se ha puesto blanco como la pared.
–El señor arzobispo no tiene buenas pulgas. Los sabios son así, malhumorados, irascibles. Ya puedes despedirte de esta casa. Estas son las consecuencias de tu genio vivo. Ea... ponte la sotana y la beca. ¡A palacio!
Y allá fueron. Entraron en el despacho del prelado. Este seguía escribiendo. Al rato, sin soltar la pluma, levantó esos ojos suyos fulgurantes y espetó a Juanito:
–¿Conque ecce panis hispalensis...?
Juanito deseaba en esos momentos que lo tragase la tierra. El arzobispo insistió:
¡Ecce panis hispalensis...! Versitos... Versitos...
Se levantó del sillón, se acercó a él, le dio a besar el anillo y dijo al rector:
–En castigo, cómprale a este poeta una libra de peladillas. Yo las pago.
Después, cuando a Fray Zeferino lo hicieron cardenal, Muñoz y Pabón escribió una Oda encumbrando a su arzobispo con motivo de la imposición del solideo cardenalicio.
Pero con quien tuvo gran amistad, a quien leía sus obras antes de imprimirlas, era al adorable arzobispo don Marcelo Spínola, quien llegó a decirle al acabar la lectura de su primera «obrecilla»:
–A seguir escribiendo y que ésta no sea su única obra... Ni se contente sólo con ser aficionado. Hágase profesional. Teólogos y canonistas, patrólogos y exegetas, tenemos muchos. Filósofos y moralistas, tampoco nos faltan. De literatos es de lo que andamos escasillos. Quizá, y sin quizá, no sea la amena literatura el camino más apropiado para ir a la conquista de las almas. Deje usted que otros vayan en busca de ellas, y encárguese usted de entretenerlas agradablemente, para que no se nos vayan al otro campo. La Iglesia es una casa muy grande y de muchos y variados intereses, y debe tener de todo. ¿No ve usted la casa X? El uno, en el escritorio, al frente de los negocios navieros... El otro, en el cortijo, al cuidado del campo y de la ganadería... Aquél, al comercio... Estotro, a la política... Lo que no puede un solo hombre, lo puede la casa X hermanos. Acuérdese, si no, de la casa de los Médicis. Así debe ser la Iglesia. Por eso los jesuitas son lo que son. Porque son muchos, y cada uno hace aquello para lo que parece que ha nacido. Siga usted escribiendo…
Y Muñoz y Pabón hizo caso al santo arzobispo y nos dejó una colección de novelas, cuentos, narraciones, poemas, ensayos teatrales, artículos de crítica, de costumbres, toda una vastísima producción que acredita a un escritor de raros méritos.
¡Cómo me hubiera gustado haber encontrado un obispo así de clarividente! Claro, Spínola era, además de sabio, santo cardenal. Por algo es ya beato desde 1987, Beato Marcelo Spínola. Por el contrario, mis obras, que suman unas ochenta publicaciones, tienen censurada su venta en la Librería Diocesana del Palacio Arzobispal de Sevilla. Muñoz y Pabón gozó de mejor suerte.
A él, el arzobispo don Marcelo Spínola le dijo:
–Siga usted escribiendo.
A mí parece que se me dice:
–No siga usted escribiendo.
Devoto de la Macarena y de Joselito el Gallo, quiero reseñar aquí de sus obras las siguientes: Justa y Rufina, El buen paño, Amor postal, Paco Góngora, La Millona, Javier de Miranda, Colorín Colorado, De guante blanco, En el cielo de la tierra, Cruz y claveles, Historia contemporánea, El niño de Nazaret, Media pava, Exposición de muñecas, Oro de ley, La Blanca Paloma, Lucha de humos, Temple de acero, Mansedumbre…

domingo, 13 de noviembre de 2016

San Diego de Alcalá, el lego milagrero

San Diego fue un santo muy popular en España y América a partir de la segunda mitad del siglo XVI, en el reinado de Felipe II, popularidad que se refleja en numerosas pinturas e imágenes que lo representan e incluso ciudades que toman su nombre. Conocido como san Diego de Alcalá, lugar de su muerte, hay una vieja reivindicación de la diócesis de Sevilla por devolverle el nombre originario que aparece en la bula de canonización, nombrado como san Diego de San Nicolás, lugar de su nacimiento.
Nació hacia 1400 en San Nicolás del Puerto, al norte de la provincia de Sevilla, en las estribaciones de Sierra Morena. Nada se sabe de sus padres y del ambiente familiar, salvo que eran de condición humilde. Los datos primeros de su vida, aunque vagos, se refieren a su retiro, siendo muy joven, en una ermita distante un cuarto de legua del pueblo, donde habitaba un sacerdote ermitaño al que hizo compañía. Diego se ocupaba de la huerta que había junto a la ermita. De vez en cuando salía por los pueblos comarcanos a pedir limosna.


 No muy lejos se hallaba el convento de San Francisco de Arrizafa, de frailes menores, cercano a Córdoba, y Diego tomó el hábito de lego «por sobra de humildad o por su falta de estudios». Más bien, esto último. Diego era tan sólo un labriego, un hortelano, y esta labor la ejercerá de por vida en los distintos conventos, como también el oficio de portero.
Pasó a Sevilla, donde moró durante algún tiempo en la Casa Grande de San Francisco, situada en el centro de la ciudad. Diego se ocupaba de la huerta. En Sevilla han perdurado algunos hechos milagreros como recuerdos legendarios de san Diego que han sido plasmados en los lienzos de los pintores.
Como una hermosa leyenda, se cuenta el suceso conocido como «El horno de las Brujas». La calle del Horno de las Brujas (actualmente Argote de Molina, cercana a la catedral) se llamaba así en la época medieval por un horno de bizcochos, que allí había, perteneciente a dos hermanas naturales de la ciudad de Brujas, en los Países Bajos.
Fray Diego camina con otro hermano franciscano cuando oye las voces desgarradoras de una hornera pidiendo auxilio. Su hijo, en su travesura, se había introducido en el horno y se había quedado dormido. Cuando la madre encendió el fuego, pudo contemplar horrorizada entre las llamas la figura inerte de su hijo.
Enloquecida, corría por la calle pidiendo socorro. Fray Diego, que pasaba por allí, la consoló diciéndole que no perdiese la confianza y acudiese a implorar a la Virgen de la Antigua en la catedral. Mientras, fray Diego entró en la tahona, increpó al fuego y ordenó al niño que saliera. Este pasó por en medio de las llamas sano y salvo. Tomó fray Diego al niño de la mano, lo llevó a la catedral y lo entregó a su madre ante la capilla de la Virgen de la Antigua.
En 1441, pasó de misionero a Canarias, a la isla de Fuerteventura. En esta isla se hallaba la primera misión franciscana en aquellas islas descubiertas un siglo antes y evangelizadas desde un principio por los franciscanos. Viera, historiador canario, dice que san Diego «fue bienhechor de la comunidad y del vecindario». La tradición lo relaciona con la aparición de la Virgen de la Peña, patrona de la isla, esculpida en alabastro hacia el año 1400. Consta que san Diego llegó a ser guardián del convento, caso sorprendente siendo simplemente lego. Y dejó un recuerdo imborrable en la evangelización de sus habitantes. Uno de aquellos isleños, jefe guanche, bautizado con el nombre de Francisco Alfonso, quedó tan agradecido al santo, que le trajo a sus dos hijos para que les enseñara la doctrina y recibieran también el bautismo.
En 1447, o tal vez en 1449, está ya de regreso en la península y vuelve a la Custodia de Sevilla, que comprendía los conventos andaluces pertenecientes a la Provincia franciscana de Castilla.
Llega el año 1450 y fray Diego marcha a Roma para ganar el jubileo general del año santo. Se celebra además el Capítulo General franciscano de la Familia Observante y las solemnidades de la canonización de san Bernardino de Siena, elevado a los altares por el papa Nicolás V el 24 de mayo. La afluencia de peregrinos a Roma de toda Europa, para lucrarse de las santas indulgencias fue incontable. Pero con la multitud llegó también la peste. Prendió con fuerza durante el verano y la curia romana abandonó Roma y se dispersó. Un enviado del Orden Teutónico criticaba:
–La corte de Roma  ha escapado y se ha dispersado deplorablemente, como si aquí no hubiese corte ni curia alguna. Cardenales, obispos, abades, monjes, sin exceptuar a ninguno, todos huyeron de Roma como los apóstoles de nuestro Señor el viernes santo. También nuestro Santo Padre, el papa Nicolás V, se ha alejado de Roma… Su Santidad se ha retirado a un castillo llamado Fabriano… y se dice que ha prohibido, bajo pena de excomunión y de la pérdida de los beneficios y gracias papales, al que habiendo estado en Roma, de cualquier condición que sea, ni secreta ni públicamente se acerque a Fabriano.
Quien no huyó de Roma fue el humilde lego franciscano Diego. Hospedado en el convento de Araceli, extremó su celo caritativo en ayuda de los enfermos que atestaban la enfermería del convento. Faltaban medicinas y alimentos, pero el celo de fray Diego y su generosa e inagotable caridad hacia los enfermos, parecía suplir lo que necesitaba cada uno con su palabra y milagrosos hechos. Parecía como si en las manos del bendito lego se multiplicasen las medicinas y alimentos.
Llegado el otoño, cesó la peste, y fray Diego y su acompañante fray Alonso de Castro, que también pilló la peste y fue curado por san Diego, tomaron el camino de regreso.
A su vuelta de Roma, espera que lo envíen a la soledad de un convento perdido. Fue destinado al convento de Nuestra Señora de la Salceda en Tendilla (Guadalajara), uno de los focos de la reforma observante franciscana, de donde saldrá también no mucho después el gran reformador Francisco de Cisneros. En Salceda quedó también el recuerdo del paso de san Diego por este solitario monasterio. Escaseaba el agua de riego en el huerto del convento y mucho le instaron los frailes que pidiera al Señor el remedio a tanta penuria. La oración de nuestro lego hizo brotar una copiosa fuente conocida como «Fuente de San Diego».
En 1456 se terminó la construcción del convento de Santa María de Jesús de Alcalá de Henares. Y allá fue fray Diego con el oficio de hortelano. Y de hortelano pasó a la portería del convento. Tal vez enflaquecido por la edad, los superiores idearon el cambio de oficio de tan humilde fraile. Y su fama de santidad se multiplicó en Alcalá al atender caritativamente a cuantos llamaban a la puerta del convento, que no eran otros que pobres, enfermos y afligidos.
Fray Diego tuvo dos grandes amores en su sencilla vida espiritual: el Santísimo Sacramento y su devoción a la Virgen María.
Se acerca la hora de su muerte. Le salió un tumor maligno en el brazo izquierdo que le ocasionaba un profundo dolor. Cuando se vio ya en los momentos últimos, pidió al guardián que le diese un hábito desechado de mortaja y tierra con que cubrirlo. Tomó una tosca cruz de madera y, abrazado a ella, exclamó los versos que se recitan en la liturgia del viernes santo: «Dulce leño, dulces clavos, que sustentaste tan sagrado peso, y que sola fuiste digna de llevar al Señor y Rey de los cielos». Y murió, sábado 12 de noviembre de 1463.
Su canonización tuvo lugar en la basílica de San Pedro el 2 de julio de 1588. El culto de san Diego se propagó rápidamente no sólo por España, también por Italia, Francia, Portugal y Alemania. En América, llevada por los franciscanos, se propagó igualmente. La primera de las misiones de la Alta California, que se extendía desde el Puerto de San Diego al Puerto de San Francisco, se llamó de San Diego. Y la propia ciudad de San Diego, hoy de los Estados Unidos, evoca la figura de nuestro sencillo lego franciscano.
¿Qué podemos aprender de san Diego?
Si algo hay que resaltar especialmente de él que nos sirva de estímulo y emulación en nuestra vida espiritual es su humildad, sencillez evangélica y caridad sin límites. El humilde lego franciscano, que pasó buena parte de su vida en el silencio de las huertas de los conventos y sólo al final de su vida en la portería del convento de Alcalá, fue el instrumento milagroso que Dios tuvo para aliviar los dolores y sufrimientos de tantos pobres como a él acudían. Y, cosa curiosa, tras de su muerte, también los poderosos de la tierra se postraron ante su tumba.
Y es que Diego amaba a los pobres, servía a todos, testimoniaba el amor de Cristo, y por ello reina con Cristo para siempre.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Los santos amigos de Sor Ángela de la Cruz

Hoy celebra la Iglesia la festividad de Santa Ángela de la Cruz, fundadora en Sevilla de la Compañía de la Cruz y obligación impuesta en mí de hablar de ella llegado este día. Lo dedicaré a los santos amigos de Santa Ángela de la Cruz, los de su especial devoción.
En la primavera de 1894, el Consejo Nacional de las Corporaciones Ca­tólico-Obreras organizó una magna peregrinación a Roma. 13.000 obreros se dieron cita en la Plaza de San Pedro llegados de los más diversos rincones de España por los caminos de hierro.
Con ellos, viajó también Sor Ángela, como una obrera más, obrera del Señor.


 Resulta que León XIII, dispuesto a dar solemnidad a la pe­regrinación española, promovió para estas fechas la beatificación de dos viejos leones de la fe españoles: Juan de Ávila y Fray Diego José de Cádiz.
El milagro que dio el pase al ilustre misionero fray Diego a su beatificación lo realizó en una Hija de la Caridad residente en el Hos­pital de las Cinco Llagas de Sevilla. Desahuciada de los médicos, a punto de expirar mordida por la tuberculosis, se salvó prodigiosa­mente al invocar al siervo de Dios fray Diego. Era el 5 de junio de 1862. Más tarde, buscando una vida de ma­yor perfección, esta religiosa ingresó en la Compañía de las Hermanas de la Cruz. Es la Hermana Adelaida de Jesús, que ha marchado a Roma con Sor Ángela, con billete pagado por el arzobispo de Sevilla. En Roma la señalarán como «la monja del milagro».
Sor Ángela anota todas las incidencias del viaje en un cuaderno. «El viaje fue bastante cómodo –cuenta ella–; unas vistas preciosas, en particular las del Principado de Mónaco: es lindísimo, la natura­leza ha embellecido extraordinariamente aquellos caminos».
En Roma se dedica especialmente a la visita de santuarios e iglesias. En su diario llegó a anotar con gracia andaluza: «Se ponía el corazón como un garbanzo queriendo imitar a estos santos y sacaba propósitos de empezar con la gracia de Dios».
Y Sor Ángela llega a esta conclusión: «Saqué que no hay más remedio que padecer para santificarse; a todos los que lo han conseguido les ha costado». Y añadió: «¿Qué les pasaría a los santos en su interior para que sus acciones fueran tan agradables a los ojos de Dios? Quería entrarme en el interior de uno para aprender...»
Sor Ángela, no ya en Roma, desde el inicio mismo de la Compañía de la Cruz, ha tratado de vivir en sí misma e inculcar en sus hijas la veneración de los santos y la imitación de sus virtudes. Es costumbre establecida en la Compañía de la Cruz que el 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos, se señale a cada Hermana un santo protector para el año litúrgico con el fin de que le imite en sus virtudes.
Y lo mismo se hace en los días de Ejercicios espirituales. Cuando Sor Ángela comenzaba unos Ejercicios, nombraba sus santos protectores. Leyendo sus papeles, he podido anotar, por ejemplo, los siguientes: Ángel de la Guarda, Ángeles Custodios, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Margarita de Cortona, Santa María Magdalena de Pazzi, Santa Ángela de Foligno, Santa María Magdalena…
Pero hay una curiosa lista de santos de especial devoción para Sor Ángela de la Cruz. Son sus amigos, los que nombró como santos protectores de su Instituto, la Compañía de las Hermanas de la Cruz. En total, dieciséis. A saber: Santos Ángeles Miguel y Rafael, Patriarca San José, San Francisco de Asís, San Pedro de Alcántara, San Cayetano, San Juan de Dios, San Félix de Cantalicio, San Nicolás de Bari, San Roque, San An­tonio de Padua, San Benito José de Labre; y, pasando al elemento femenino, Santa Ana, Santa Martina, Santa Clara y Santa Isabel de Hun­gría.
¿Los escogió por afinidad de su espíritu con el de ellos? Es posible. Aunque cada uno tiene su peculiar modo de vivir la santidad, elegidos como patronos y protectores y como modelos de virtud en su área particular.
La devoción a los arcángeles Miguel y Rafael es tal vez una personi­ficación de su devoción especial a los santos ángeles. En la carta del año 1909, dirigida a todas las Hermanas, Sor Ángela hace mención de su devoción a los espíritus bienaventurados, y la carta de 1905 la titu­la expresamente: «Las Hermanas de la Cruz deben imitar a los santos ángeles».
Patriarca San José... Bueno, aquí hay un rosario de motivaciones para que Sor Ángela le tenga una especialísima devoción al bueno del Patriarca. Su madre se llamaba Josefa y tenía la costumbre de pro­curar que todos los niños del barrio de Santa Lucía fuesen bautiza­dos. Si eran varones, madre Josefa deseaba que se llamasen José. San José es también titular de la Casa Madre: fue a él precisamente a quien Sor Ángela pasó la papeleta de encontrar casa espaciosa donde se ubicase definitivamente el Instituto. Y el bueno de San José lo con­cedió puntualmente. A San José acude en sus rezos la Compañía de las Hermanas de la Cruz y es el especial protector en los Ejercicios espirituales. O séase, que San José es un protector pero que muy es­pecial.
Luego sigue la lista de los demás santos.
Primero de todos, San Francisco de Asís. Sor Ángela ha querido ser un fiel calco en la pobreza del Poverello de Asís, pobreza en vida y en muerte. San Cayetano es el protector del noviciado. Fundó los Teatinos que vivían exclusivamente de las limosnas amparados en la Provi­dencia de Dios. Incansable en el servicio a los enfermos y apestados, san Cayetano fue llamado el «cazador de almas». No está lejos de su estilo el estilo de Sor Ángela. San Juan de Dios, otro coloso de la caridad, el loco de Granada por amor de Dios, por su ardiente amor a los enfermos. San Félix de Cantalicio, lego franciscano italiano, que brilló por la caridad con los necesitados y los desvalidos, será el especial abogado de las hermanas limosneras. San Nicolás de Bari, el santo popular y legendario, el Santa Claus que trae jugue­tes a los niños por Navidad, será el protector de las clases de niñas. San Roque, el peregrino de Montpellier, que recorre las ciudades de Italia cuidando a los enfermos de la epidemia de peste. En Piacenza, donde pilla la terrible enfermedad, un perro le trae diariamente un trozo de pan y le lame la úlcera de la pierna. Escogido como especial abogado contra la peste y las enfermedades contagiosas. San Antonio de Padua, entre los primeros de la devoción po­pular, también de Sor Ángela este santo milagrero y franciscano, especial protector de las jóvenes del Instituto, las hermanas de votos temporales. Se cuenta de él que en Rímini no quisieron oír su predicación. Marchó a la orilla del mar y comenzó a predicar a los peces que acudieron presurosos asomando sus cabecitas sobre el agua. San Benito José de Labre, el mendigo del Coliseo, «el santo que duerme en el suelo». Sor Ángela por dos veces se ha acercado en Roma a la iglesia donde se halla su sepulcro.
Y llegan las mujeres. Santa Ana, madre de la Virgen y patrona del hogar doméstico. Santa Martina, en recuerdo de la santa del día de su nacimiento: Sor Ángela recibió en el bautismo como segundo nombre Martina. Santa Clara, la «plantita del bienaventurado Francisco», como se denominó en su testamento y que se propuso como meta la pobreza absoluta y la sencillez de vida. Y Santa Isabel de Hungría, la princesa magnánima que, llevada de su caridad para con los pobres, se atrevió a llevar a un leproso a su alcoba. El príncipe enfadado quiso vengar la injuria, pero al fijarse en el leproso vio en su lugar al mismo Jesucristo. A la muerte de Santa Isabel, ya viuda, los pajarillos canta­ban sobre su lecho.
Estos son los especiales amigos santos que Sor Ángela puso por protectores de su Instituto. Los amigos de su devoción. 

martes, 1 de noviembre de 2016

Últimas palabras de los santos

Noviembre, festividad de Todos los Santos y mes de los difuntos. Visita a los cementerios y oración por los seres queridos. Deseo recoger aquí un puñado de santos con sus últimas palabras antes de sus muertes santas. Espero que ellos nos ayuden para el tránsito, cercano o lejano, de nuestro paso de esta vida al cielo, que por la misericordia de Dios esperamos.


 San Ambrosio, próximo a su fin, al animarle los sacerdotes a orar a Dios para que le prolongase la vida, contestó:
–De tal modo he vivido entre vosotros que no habría de avergonzarme de permanecer más tiempo aún en vuestra compañía; pero no me apesadumbra morir, puesto que tenemos un Dueño benigno.
Murió en Milán el 4 de abril del año 397.
Santo Tomás Moro, lord canciller en el reinado de Enrique VIII de Inglaterra. Al separarse el monarca de la Iglesia de Roma, fue condenado a muerte como traidor, por haberse negado a reconocer, bajo juramento, que el rey era el jefe de la Iglesia. En el momento de apoyar la cabeza en el tajo para ser decapitado (6 julio 1535), desvió su barba hacia un lado, diciendo al verdugo:
–Esta barba no ha cometido ninguna alta traición.
Santa Teresa de Jesús muere en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582. Después de la comunión, se le encendió el rostro y repitió muchas veces antes de morir:
–En fin, Señor, soy hija de la Iglesia.
San Luis Gonzaga, el joven jesuita patrón de la juventud. Murió en Roma de muerte prematura el 21 de junio de 1591. Cuidando enfermos, se contagió de la peste. Como el Provincial le preguntase, poco antes de su muerte, cómo se encontraba, el santo respondió:
–Nos marchamos, P. Provincial.
–¿A dónde? –preguntó este.
–Al cielo, si mis pecados no me lo impiden –replicó san Luis.
–Ved a este joven –dijo el Provincial al salir de la habitación–, habla de su ida al cielo como nosotros podríamos hablar de dar un paseo hasta Frascati.
San Juan de la Cruz. Muere un poeta, el más sublime poeta místico. Traspuesto está con un crucifijo elevado en su mano. Preguntaba con frecuencia la hora. Como presintiendo llegado su momento.
–¿Qué hora es? –pregunta al enfermero.
–Las once.
–Ya se acerca la hora de los maitines que diremos en el cielo.
¿Qué hora es? –pregunta al cabo de un rato.
–Las once y media.
–Ya se llega mi hora; avisen a los religiosos.
A las doce, tocan la campana a maitines.
–¿A qué tañen? –pregunta el Santo.
–A maitines.
–¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!
El crucifijo que tenía en una mano lo entregó a un seglar que se hallaba en la celda, metió las manos debajo de la ropa, compuso todo el cuerpo y, sacando los brazos, tomó de nuevo el crucifijo. Cerró los ojos, pronunció las últimas palabras de Jesús en la cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, y expiró. Llovía copiosamente en Úbeda. Era la madrugada del 14 de diciembre de 1591, sábado. Tenía fray Juan de la Cruz cuarenta y nueve años.
Santa Rosa de Lima pronunció su última plegaria antes de morir el 26 de agosto de 1617 en favor de su madre:
–¡Señor, te la dejo en tus manos; dale fuerzas; no permitas que su corazón se rompa de tristeza!
Tan pronto como expiró la santa, su madre sintió tal consuelo y alegría que hubo de retirarse para ocultar la felicidad que su rostro destellaba.
Santa Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes. Terminó sus días en un convento donde fue tratada durante trece años como una «tontuela, que no servía para nada». Ella decía:
–¿Ven ustedes? Mi historia es muy sencilla: la Virgen se sirvió de mí y luego me dejaron en un rincón. Ese es mi sitio; en él me siento feliz, y en él me quedaré.
Murió el 16 de abril de 1879.
Santa Teresa de Lisieux pregunta a la priora:
–Madre mía, ¿no es esto la agonía? ¿No voy a morir? ¡No voy a saber nunca morir!
Luego, con voz dulce y lastimera, dijo:
–¡Pues bien!... ¡Adelante... adelante! ¡Oh, no quisiera sufrir menos!
Luego, mirando a su crucifijo:
–¡Oh!... ¡le amo!... ¡Dios mío..., os amo!
Fueron sus últimas palabras. Su cabeza se desplomó hacia la derecha. Pero, de repente, abrió los ojos y los tuvo fijos en el rostro de la Virgen de la Sonrisa. El tiempo del rezo de un Credo. Cerró los ojos y exhaló su último suspiro... Era el jueves 30 de septiembre de 1897, siete y veinte de la tarde. Llovía sobre Lisieux.
Santa Ángela de la Cruz. Embolia cerebral, diagnóstico del médico. Y las Hermanas lloran en silencio presagiando un desenlace fatal. El 28 de julio de 1931 habló por última vez.
–He pedido al Señor que me deje un año de preparación para la muerte– dijo muy quedamente.
Y pronunció las últimas palabras que sus Hijas recogieron como envueltas en un pañuelo limpio para que no se perdieran:
–No ser, no querer ser, pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera.
Y con voz más queda repetía de nuevo:
–No ser, no querer ser.
Después, nueve meses de silencio y sufrimiento. Así hasta la madrugada del 2 de marzo de 1932. A las tres menos veinte murió en la Casa Madre de Sevilla. Su rostro se inundó de un dulce semblante y ella, inmovilizada durante meses en la dura tarima, tuvo fuerzas para levantar el cuerpo, alzar los brazos, sonreír profundamente, exhalar tres suspiros y comenzar el sueño de la muerte.