sábado, 3 de diciembre de 2016

San Francisco Javier, el más audaz misionero

Ha sido Francisco Javier el más audaz misionero de todos los tiempos. Nació en el castillo de Javier, en Navarra, en 1506. Estudiante en París, conoció allí a un extraño personaje, que le decían «el peregrino», también estudiante, quince años mayor que él, llamado Ignacio de Loyola, a quien siguió para formar la primera patrulla de la Compañía de Jesús. El día de la Asunción de 1534, en la colina de Montmartre, en una pequeña capilla dedicada a san Dionisio, primer obispo de París, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, y otros cinco compañeros, se consagraron a Dios haciendo voto de pobreza, castidad, peregrinación a Tierra Santa para iniciar allí su obra misionera y, a la vuelta, ponerse a disposición del Papa. 


En Venecia fue ordenado de sacerdote Francisco Javier y, como la marcha a Tierra Santa se interrumpió a causa de la guerra, el grupo se dirigió a Roma, donde Francisco Javier colaboró con Ignacio en la redacción de las constituciones de la Compañía de Jesús.
A sus treinta y cinco años, Francisco Javier inició la gran aventura de su vida. Por invitación del rey de Portugal, fue escogido como misionero y legado pontificio para las colonias portuguesas de las Indias orientales. En Lisboa se embarcó en una nave mercantil, desprovisto de todo, salvo de su breviario y un rosario colgado al cuello. Era el 7 de abril de 1541, curiosamente el día de su cumpleaños. Varios meses de travesía infernal, con continuos mareos, hasta llegar a Goa, centro de su futura actividad misionera. En Goa, «la señora del Oriente», centro comercial de las posesiones portuguesas, ya se conocía el cristianismo, pero no había sido predicado. Y mal podía hacerlo Francisco Javier con un rosario en la mano, que servía a los verdugos portugueses para contar los latigazos y bastonazos que propinaban a los indígenas indios.
Él, en cambio, acudía con su rosario a la cabecera de los enfermos, a los tugurios de los pobres, a los antros de los leprosos. Con una campanilla convocaba en torno a sí a la gente más desheredada, que lo llamaban «el gran Padre».
Pero su actividad misionera no quedó reducida exclusivamente a Goa, más necesitados los portugueses de redención que los mismos indios. Durante ocho años, se abrió a un área extensa que abarcaba la India, Archipiélago Malayo y las Molucas, el país de las especias. Los peligros que le acechaban eran ingentes, pero no se arredró. A veces, el gobernador portugués, velando por su vida, le negaba un barco para la travesía. Pero él respondía:
–Pues iré a nado.
Y se quejaba:
–Si en aquellas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían a ellas. Pero allí no hay nada más que almas que salvar.
Una isla lejana le atraía. En 1549 desembarcó en Kagoshima, en el Japón meridional, después de mil peripecias en un barco pirata. Sin conocimiento de la lengua y de las costumbres de aquel pueblo, Francisco Javier logró el milagro de la conversión de una pequeña comunidad japonesa, a la que llamó «la delicia de mi alma». Los japoneses llegaron a reconocer que la doctrina que predicaba el misionero jesuita era superior, pero se preguntaban por qué no estaba implantada en China, en donde nacían las cosas más bellas.
Y Francisco Javier ardió en deseos de ir a China a predicar también allí –donde nacen las cosas bellas– el evangelio de Jesús. Cuando salió del Japón en 1551, Francisco dejaba una comunidad cristiana rica y sólida. Volvió a Malaca, pasó por Singapur. Se hallaba cercano a Cantón, puerta de China, en una pequeña isla llamada Sancián, a la espera de una embarcación que le llevase a ese mundo fascinante, cuando murió de una pulmonía en una choza a orillas del mar. A los cuarenta y seis años de edad, el 3 de diciembre de 1552. 
Aquel mismo día el capellán del castillo de Javier vio cómo el Cristo de aquella mansión solariega, que conoció los primeros rezos del joven Francisco, comenzó a sudar sangre. Pero la noticia de su muerte no llegó a Roma hasta tres años después. Y las hazañas legendarias de este intrépido misionero corrieron por toda la cristiandad. «El apóstol de la India y del Japón», como se le conoce, que abrió nuevos e importantes caminos a la evangelización y amplió la presencia de la Iglesia a límites planetarios.
Francisco Javier es un santo que ha fascinado de siempre a la gente sencilla y piadosa. En Sevilla, a fines de año abundan en los mercadillos callejeros los almanaques del año nuevo con la imagen del santo. Se le ha considerado patrono de la fecundidad y partero, y también protector contra la peste y auxiliador en la sangría. En otro tiempo, las parturientas solían colocarse un anillo de plata que había sido puesto en contacto con las reliquias del santo. Y se cuenta como remedio el «agua de Javier» y el «aceite de Javier», que vienen a representar lo mismo que el agua y el aceite de san Ignacio. Para el agua de san Ignacio, había en el suplemento del ritual romano una fórmula de bendición que viene de finales del siglo XVI antes de que el santo fuera canonizado. Y el aceite de san Ignacio es sencillamente el que se consume en las lámparas que arden en honor del santo. Se utiliza para remedio de los males tanto de los hombres como de los animales.
En 1622, Francisco Javier fue canonizado junto a Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Felipe Neri e Isidro Labrador, todo un quinteto de santos descomunales. Muy pronto, Francisco Javier fue declarado patrono de las misiones de Oriente. Pío X lo hizo patrono de la Obra de la Propagación de la Fe, y Pío XI, en 1927, lo proclamó, junto a santa Teresa de Lisieux, patrono universal de las misiones.

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