sábado, 15 de octubre de 2016

Teresa de Jesús: Entre los pucheros anda el Señor

Genio literario Teresa de Jesús, con «una prosa primaria, pura, sin elemento alguno de estilización», que señaló Azorín. Al enviar el manuscrito de la Vida al padre García de Toledo, le escribió ella:
–Aquí le entrego mi alma.
Es el alma de Teresa lo que rezuma el libro de la Vida, una Teresa «humana, profundamente humana, directa, elemental, tal como el agua pura y prístina».
¿Cuánto debe este libro a las Confesiones de san Agustín?
Descubrió Teresa al obispo de Hipona a sus cuarenta años de edad y veinte de vida religiosa, tras un período de crisis espiritual. Vino este libro a sus manos, impreso en Salamanca ese mismo año de 1554, y lo leyó con avidez:
–Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí… Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas…
  

Hay tres autobiografías en la historia de la Iglesia que son como hitos o piedras miliares en las que brilla la santidad en grado sublime. Me refiero a las Confesiones de san Agustín, la Vida de santa Teresa de Jesús y la Historia de un Alma de santa Teresa de Lisieux. Auténticos best-sellers los tres.
De los escritos de Teresa de Jesús cuenta Gregorio Marañón:
–Toda su vida está escrita por ella misma y no sólo en su autobiografía, sino en cada una de sus demás obras; en cada línea, por extraño que le sea el tema tratado, deja jirones de su personalidad, como deja el cordero copos de su lana entre las zarzas. Es este arte consciente, nunca pretendido, de dejar transparentar la vida del autor en todo lo que escribe, una de las notas más auténticas de la superioridad de un escritor.
Teresa es sin duda una de las almas más insondables que han escrito de la vida interior, de las profundidades del alma. Escritora por obediencia, plasma en sus libros en estilo sencillo las cosas que pasan por ella, su vida de oración, su encantamiento de Dios, sus visiones y éxtasis… o, con los pies más en tierra, sus relatos de las Fundaciones o sus infinitas Cartas de las que se conservan unas quinientas. Sin preocupación por el estilo —que se ocupen de ello los literatos—, escribe de lo divino y humano con la misma sencillez con la que habla. Ese es su estilo, tan propio, tan personal. Que me digan quién ha hablado con más ardor de lo divino.
Pionera Teresa en tantas cosas, lo ha sido también al ser declarada la primera Doctora de la Iglesia, seguida de Catalina de Siena y de Teresa de Lisieux.
Doctor o Doctora es un título que la Iglesia otorga oficialmente a ciertos santos para reconocerlos como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos. De los ocho Doctores primeros, cuatro Padres de Occidente: san Gregorio Magno, san Ambrosio, san Agustín, y san Jerónimo, y cuatro Padres de Oriente: san Atanasio, san Juan Crisóstomo, san Basilio Magno y san Gregorio Nacianceno, hay en la actualidad 33 Doctores, incluidas estas tres mujeres.
Cuando en 1926, la Iglesia proclamó Doctor a san Juan de la Cruz por sus obras místicas, vino a la mente de todos la figura benemérita de la fundadora del Carmelo descalzo. Pero, al parecer, aún no estaba madura la cosa de que una mujer entrase en ese círculo restringido de selectos Doctores.
Obstat sexus– fue la respuesta de Pío XI.
Hubo de venir el Concilio Vaticano II para que aires renovadores llegasen a la Iglesia y se superase el molesto problema antifeminista.
Pablo VI, ese papa bien querido por mí, la proclamó Doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.
Teresa de Jesús ha sido esa mujer que ha escalado hasta la séptima morada de Dios mientras se distrae en la cocina, porque también:
–Entre los pucheros anda el Señor.
Una vecina prestó a las monjas una sartén, que no tenían. Recibieron una limosna y cada una fue sugiriendo en qué gastarían el dinero. Pero la Madre terció:
–En la sartén, en la sartén.
Se quejó a Jerónimo Gracián de ciertos prelados pesados que abrumaban a sus monjas. No hacían visitas sin levantar actas y dejaban a las monjas sin recreación el día que comulgaban. Gloso la respuesta de Teresa para que se entienda mejor en el lenguaje de hoy:
–Pues que se queden ellos sin recreación todos los días puesto que dicen misa cada día. Si los sacerdotes no guardan esto, ¿por qué lo han de guardar nuestras queridas monjas?
La respuesta de Teresa es de un sentido común aplastante.
Mujer que es también humor:
–No era amiga de gente triste– dirá Ana de San Bartolomé–, ni lo era ella ni quería que los que iban en su compañía lo fuesen.
Ni le gustan los tristes santos. No utiliza esa expresión conocida de san Francisco de Sales: «Un santo triste es un triste santo», pero se le asemeja cuando dice:
–Dios me libre de santos encapotados.
¿Qué quiere decir Teresa por encapotado? Encapotado es sinónimo de borrascoso, nublado, cubierto, cerrado, oscuro… frente a lo que es claro y despejado. O también, cubierto con el capote y puesto el rostro ceñudo y con sobrecejo.
Mujer que es también ternura, discreción, madre, santa… en un cuerpo enfermizo de por vida.
Mujer que exclamó jubilosa antes de morir en Alba de Tormes:
Al fin, Señor, muero hija de la Iglesia.
En su breviario se halló un papel con una letrilla, que aparece en la puerta de no pocos conventos carmelitas:

Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
nada le falta.
Sólo Dios basta.


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