martes, 11 de octubre de 2016

San Juan XXIII, el Papa Bueno

Hoy, 11 de octubre, celebra la Iglesia la festividad de san Juan XXIII, el Papa Bueno, como se le llegó a conocer. Hay no pocas similitudes con el actual Francisco, que quisiera resaltar aquí, si me es posible.
Monseñor Roncalli, este era su apellido, fue delegado apostólico en Turquía y Grecia durante la Segunda Guerra Mundial, un diplomático sin especial relieve. Al terminar la guerra, y tomar el poder en Francia el general De Gaulle, ordenó la marcha inmediata de todos los diplomáticos que habían colaborado con el gobierno de Vichy.
–¿También el nuncio?
–También.
Y es así cómo Roma se vio obligada a llamar a monseñor Valerio Valeri, nuncio de Pío XII en Francia.
A quién elegir.
–¿Angelo Roncalli? –se dijo Pío XII–. Sí, él puede ser.
Roncalli recibió un telegrama cifrado que decía: «Venid inmediatamente. Sois transferido nuncio París…». Firmado: Tardini.


Al llegar a Roma, recibió unas vagas instrucciones de monseñor Tardini y algo más precisas de monseñor Montini. Y finalmente, una audiencia con Pío XII, de cinco minutos y de pie entre dos puertas. Dirá más tarde Juan XXIII:
–Fue un noviciado bien corto.
Y, citando un proverbio de su región natal:
–Qué queréis, cuando no hay caballos, los burros trotan.
Después, llegará a patriarca de Venecia y, a la muerte de Pío XII, proclamado Papa con el nombre de Juan XXIII. Él mismo confesará confidencialmente a sus íntimos de su promoción sensacional, desde oscuro delegado apostólico a una de las nunciaturas mejores del mundo. Nunciatura que entraña automáticamente el cardenalato.
Ya de Papa, confesó al célebre periodista Indro Montanelli:
–Desde mi llegada al sacerdocio, me he puesto a disposición de la Santa Iglesia. La he servido, sin ansiedad y sin ambición. Esto es todo y nada más que esto. Es superfluo querer indagar más lejos.
En otra ocasión, dijo:
–Tengo la impresión de no hacer nada de particular. Me esfuerzo simplemente en vivir y practicar las reglas del Padrenuestro: que tu nombre sea santificado, que llegue tu reino, que se haga tu voluntad… Gracias a Dios, mis asuntos van bien; yo los llevo con calma, los sigo todos y, uno tras otro, los pongo en el lugar que conviene. Bendigo al Señor por la asistencia que me presta, permitiéndome también de no complicar las cosas sencillas sino más bien de simplificar las cosas complicadas.
Con su pinta de campesino, regordete, labios gruesos, orejas como soplillos, manos de labrador, todo lo contrario de su antecesor Pío XII, era un hombre modesto, sonriente, que llegó a asumir tan amplias responsabilidades como las del papado sin haberlo pretendido siquiera.
Salió elegido Papa al sexto escrutinio. El cardenal Tisserant, decano del Colegio cardenalicio, le preguntará en latín:
–¿Qué nombre elige?
–Juan. Juan XXIII.
Un nombre que sorprende. En Roma se especulaba que el electo tomaría el calificativo de alguno de sus antecesores: Pío XIII, Benedicto XVI, León XIV… Como sorprendió su edad: 77 años, una edad avanzada para la elección de un papa. Él se lo tomará con gracia. En su primer encuentro con los periodistas, les dirá:
–Sabéis muchas cosas… Habéis desvelado los secretos del Cónclave. Muy interesante… Totalmente falso por otra parte. Habéis escrito que soy un papa de transición. No sé muy bien qué entendéis por esto. En fin… Es posible.
Cuando un diplomático le felicitó «por haber despertado el fervor entusiasta de los romanos», bromeó:
–Sí, estoy muy contento… Son muy gentiles… Pero usted no debe ignorar que no amaron tanto a un papa como a Pío IX, de santa memoria… Y después, cuando murió, quisieron arrojar su cuerpo al Tíber… Espero no acabar como él.
Y comenzaron los cambios. Al conde Dalla Torre, director de l’Osservatore Romano le dirá que suprima los superlativos empleados al referirse al Papa: «altísimo», «inspirado», «iluminado». Simplemente escriba: «el Papa ha hecho esto», «el Papa ha dicho lo otro». Rehusará también tener un confesor jesuita, como era costumbre. Y traerá a un simple sacerdote de Venecia, que hacía de confesor suyo. Ordenará que sus tres hermanos y hermana, que sobreviven de su numerosa familia, no sean llamados «excelentísimos» parientes de Su Santidad, como era costumbre. El acceso a los jardines vaticanos dejará de ser exclusivo a ciertas horas para el paseo del Papa. No utilizará la silla gestatoria más que en ocasiones solemnes. Decía que «era la silla más incómoda que había». En las audiencias especiales no será ya necesario el frac o chaqueta negra. Tendrá su médico llegado de Venecia y no será llamado archiatra, como lo fue con Pío XII el tristemente famoso Galeazzi-Lisi. Su residencia particular será servida por dos venecianos, que los tenía desde hacía diez años, y una parienta lejana que tomó el relevo de sor Pasqualina. Y no gustaba comer solo. Decía:
–Lo he comprobado en el Evangelio. No hay ninguna regla que exija que el Papa deba comer en soledad.
Al tiempo que este Papa bueno, paternal, modesto, misericordioso se ganaba la popularidad de la cristiandad, el clan tradicionalista que gravitaba en torno a la Santa Sede veía con temor lo que parecía poner en peligro los fundamentos del orden tradicional. Y crecían las murmuraciones. Llamaban a Juan XXIII «ese campesino del Danubio de la diplomacia» que compromete el futuro de la Iglesia con sus imprudencias.
¿Os suena quizás que algo parecido sucede con el papa Francisco?
Y en su delirio, a Juan XXIII se le ocurrió anunciar el Concilio Vaticano II… Y lo abrió el 11 de octubre de 1962, día histórico escogido también para la celebración litúrgica anual de este Papa Bueno.

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