miércoles, 31 de agosto de 2016

Non abbiate paura! ¡No tengáis miedo!

Acabo de visitar a una monja de clausura amiga. Simpática, siempre la sonrisa en los labios, ha pasado en su convento dominicano por todos los cargos, incluido el de priora. En ese momento estaba de cocina y la saqué de los pucheros, como a Santa Teresa, al locutorio para regalarle el libro que me había pedido y que he escrito sobre el cardenal Segura, quien fuera arzobispo primado de Toledo, expulsado por la República en 1931, y arzobispo de Sevilla de 1937 a 1954. Libro que he titulado: Pedro Segura y Sáenz. Semblanza de un cardenal selvático, y que tanto ruido está dando en ciertas mentes ultramontanas.
Le dije:
–Este libro está en el Índice de Libros Prohibidos de la diócesis de Sevilla, impedida su venta en la Librería del Palacio Arzobispal. ¿No sería bueno que pidiera permiso a su excelencia reverendísima para leerlo?
Una sonrisa pícara bastó para que pasáramos a otro tema.
Me contó algo que le había inquietado. Un señor, benefactor del convento, le había pronosticado unos días antes un mal augurio:
–La Iglesia se acaba. No tiene futuro…
Y ante la desazón de mi monja amiga tuve que confortarla con argumentos que bien pueden ser parte de la reflexión siguiente. Le dije:
–¡No tengas miedo!


 La célebre frase de Juan Pablo II en la logia de San Pedro al inicio de su pontificado en 1978 y repetida en la plaza de San Pedro por Benedicto XVI en el día en el que se llamaba tiempo atrás «coronación» era:
–Non abbiate paura! ¡No tengáis miedo!
Es lo que dijo Jesús a Simón Pedro:
–Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. (Mt 16, 18).
Lo ha dicho también el papa Francisco a los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud tenida recientemente en Cracovia (Polonia):
–No sé si yo estaré en la próxima Jornada Mundial. Pero sí estará Pedro.
Pedro es él, Pedro es todo Papa que se sienta en la Cátedra de San Pedro. Puede que dentro de tres años él ya no esté, sumido por la edad, pero ciertamente estará otro Papa que será igualmente Pedro. Y sobre esa «piedra» –dice el Señor– «el poder del infierno no la derrotará».
Basta repasar la historia para cerciorarse de los muchos momentos en los que la Iglesia se ha hallado en situación límite, como para que un cristiano pesimista se hubiera dicho:
–Esto es el final.
Sin adentrarnos mucho en el tiempo, tomemos la Revolución Francesa, que alzó en vez de un altar la guillotina en la Plaza de la Revolución (hoy Plaza de la Concordia), en el mismo lugar donde surgía el monumento abatido de Luis XV. Robespierre, el mentor de tal instrumento –un Robespierre que se había propuesto realizar el Reino de la Virtud, él que vivía como un asceta, sin casa propia, sin beber alcohol, sin frecuentar mujeres…– era el «virtuoso» revolucionario que llevó con absoluta indiferencia a tanta criatura, al rey, a la reina, a los aristócratas, al clero, a hombres y mujeres, a jóvenes y viejos, a aquella guillotina que no tuvo el gusto de visitar hasta el día en que él mismo fue conducido a ella. Pues esa Revolución Francesa se enfrentó duramente con la Iglesia católica que pasó a depender del Estado. Años de dura represión para el clero, con prisión y masacre de sacerdotes en toda Francia.
El viejo calendario gregoriano, que impera en el mundo, fue anulado en favor de un calendario republicano –el «Calendario de la Razón»– y una nueva Era, sustituta de la cristiana, que establecía como primer día el 22 de septiembre de 1792. Una terrible descristianización corrió por toda Francia con destrucción de cruces, campanas y otros signos externos de culto. Se instituyó un credo revolucionario y cívico que incluía el Culto a la Razón y el Culto al Ser Supremo. Y la promulgación de una ley el 21 de octubre de 1793 condenando a muerte a todos los sacerdotes que no prestasen juramento de fidelidad al régimen.
Después llegaría Napoleón y la deportación del papa Pío VI, prisionero en Francia…
Pero aquello pasó. Napoleón, que amenazó con borrar del mapa a la Iglesia católica, tuvo la respuesta ocurrente del cardenal Consalvi, secretario de Estado:
–No podrá, Excelencia. ¡No han podido con ella ni siquiera los cardenales…!
A mediados del siglo XX no había otro peligro al parecer más importante para la Iglesia que su confrontación con el marxismo. Parecía una especie de primavera la filosofía marxista que pilló a muchos cristianos, intelectuales o menos. Incluso del clero. Muchos que, aunque parezca increíble, parecían congeniar con la expresión de Sartre: el marxismo como «horizonte definitivo e insuperable de la historia humana».
Hoy el problema ya no es el comunismo, que, como poder mundial, parece acabado, con residuos en China, Corea del Norte o Cuba. Y anecdóticamente en un «coleta» aparecido en España con otros acólitos que quieren resucitar el viejo marxismo.
El problema que se cierne hoy sobre Occidente y sobre la Iglesia es el islam. Un islam que se ha colado por las fronteras de una Europa imbuida de racionalismo, secularismo y laicismo. Un islam que no ha pasado como el cristianismo esas fases de la Reforma, del Renacimiento, del Siglo de las Luces, como ha purgado la Iglesia saliendo viva de todas ellas. Un islam que no trata de convertir porque no tiene vocación misionera. Nunca la ha tenido. Trata de someter a su dominio las tierras conquistadas. Un islam que ya cuenta en Francia con 2.248 mezquitas declaradas (60 de ellas en París), mientras desaparecen iglesias.
Pues a pesar de esto, del buenismo de cierto catolicismo ante este grave problema y ante una cultura de las instituciones europeas claramente anticristianas, no tengamos miedo.
Pasará también…
Non abbiate paura!
Pero hay que concienciarse del peligro. Y saber reaccionar…

sábado, 27 de agosto de 2016

Bajo palio

Hoy Sevilla y media España están llenas de tiendas de chinos. Es una invasión. Pero a mediados del siglo pasado no era así. Al menos, que se sepa, había por entonces un chinito en Sevilla que en el tórrido verano que padecemos se pasaba las horas de la siesta en la catedral. Intrigado don Tomás Castrillo Aguado, canónigo y vicario general del cardenal Segura, se le acercó un día y le preguntó:
–¿Chinito ser cristiano?
Y el chinito le respondió:
–No, chinito estar fritito.
Y es que en Sevilla el lugar más fresco en verano era acogerse a la sombra de los muros de la catedral. Hoy se ha secularizado el lugar y la gente mayor prefiere El Corte Inglés.
Tomás Castrillo Aguado perdió el puesto de vicario general en 1953 por haber introducido a Franco en la catedral bajo palio. El Caudillo había llegado a Sevilla con su esposa doña Carmen y su nieta Carmencita para pasar la Feria de Abril. Y el cardenal Segura, en prevención, se quitó de en medio y se dio tres semanas de ejercicios espirituales a señoras y señoritas, a sacerdotes, y a caballeros y jóvenes en el Cerro de los Sagrados Corazones.


 El día antes de su marcha de Sevilla, Franco acude a la catedral y el cabildo le abrió la Puerta de los Príncipes, recibido el Caudillo y señora por el vicario general Castrillo Aguado y los canónigos, que los llevaron bajo palio hasta la Virgen de los Reyes, donde se cantó una salve.
Días más tarde, cuando Segura bajó del Cerro, tuvo a bien cesar en su cargo de vicario general a Castrillo Aguado y nombrar a un hombre gris adicto a la púrpura.
Esto del palio, por asociación de ideas, me lleva a don Silvestre, cura de pueblo, de un pueblo andaluz, que al decir de José María Pemán, predicaba «el evangelio de los analfabetos».
–El padre Silvestre –cuenta Pemán–, pequeño y ágil, es un manojillo de nervios, tembloroso como un flan de huevos y embutido en una sotana y una bufanda que fueron negras, pero que hoy son, como las hojas de otoño, pardas como tornasoles de oro.
Y cuenta curiosidades de este padre Silvestre, del que no se conoce apellido alguno.
–Añadirle un Pérez o un Rodríguez sería inferirle el agravio de suponer que en el mundo pudiera haber otro padre Silvestre que no fuera él. Además (esto os lo revelo en secreto), el padre Silvestre, en este punto, guarda un doloroso secreto. Aunque es andaluz, tiene un duro y áspero apellido vasco. Se llama Exangoitia. Y él, conocedor de esta raza andaluza, burlona y artista, comprende perfectamente que aquel absurdo montón de letras, con su X y sus diptongos, pudiera ser una barrera infranqueable entre su rebaño de fieles y él. Por eso lo oculta cuidadosamente, como un pecado.
El padre Silvestre recibe dos revistas: el boletín de Propaganda Fidei y un semanario taurino. Le gustan los toros, es belmontista. Pero ocurre que para las fiestas de la patrona se va a lidiar un toro y viene nada menos que Joselito.
Le llega una comisión del Ayuntamiento a su despacho.
–¿Sabe usted, padre Silvestre, que viene Oselito…?
–Sí, sí; ya sé que viene para la feria ese larguirucho. ¿Y qué?
–Como Oselito es el rey del toreo, queremos se le reciba «divinamente», como a un rey. Y habíamos pensado que quizá…, si usté no tiene reparo…, podríamos ir a recibirlo…, si usté nos lo presta…, con el palio.
El padre Silvestre se levantó del sillón de su despacho y les dijo:
–¡Fuera de aquí, calabazas! ¿Atreverse a pedirme el palio para recibir a Joselito? ¡El palio nada menos! Pero, ¿saben ustedes lo que es el palio? ¡Fuera de aquí, profanadores!
Y cuando se fueron, profirió para sus adentros:
–Todavía… ¡si fuera para Belmonte!
El día de la patrona, sale la Virgen en procesión por las calles. Todos los años, se producía un atasco a la salida de la procesión. Todas las mujeres se hacían las remolonas para salir las últimas junto al paso de la Virgen y no había manera de que la procesión saliera de la iglesia. Pero don Silvestre supo resolverlo de inmediato el primer año de su curato en el pueblo. Subió al púlpito y comenzó a dar las órdenes pertinentes a la organización procesional:
–¡Salga primero la Cruz!... ¡Ahora, los ciriales!...
Llegó el turno de las señoras. Don Silvestre continuó:
–Ahora las señoras… Salgan formando por orden de edad. Primero las más jovencitas… Las viejas junto al paso…
Asunto resuelto. Desde ese momento, todos los años la procesión salía con fluidez y casi con mal disimulada precipitación.

martes, 23 de agosto de 2016

Un portugués que se rio de la Inquisición y Auto de fe contra la Beata Ciega

Tenía por apellido Perea y era portugués. Con ideas luteranas, había conseguido algunos adeptos en una tierra como la nuestra poco propensa a estas desviaciones. Un día, a comienzos del año 1636, se presentaron los esbirros de la Inquisición de Sevilla en su casa para conducirlo al castillo de San Jorge, en Triana. El tal Perea, parsimonioso y cortés, no hizo resistencia alguna, pero pidió a los gendarmes de la Inquisición un instante para hacer una necesidad imperiosa. Se lo concedieron. Aguardaron los esbirros hasta un cuarto de hora, tiempo suficiente para evacuar todo hijo de cristiano, y, cuando escamados abrieron la puerta, pudieron comprobar cómo el portugués se había esfumado por una ventana. La Inquisición, siguiendo la mecánica de su procedimiento, llevó el caso adelante, ausente el reo, y lo condenó en Auto de fe celebrado en San Marcos el 23 de agosto de 1637 a ser quemado vivo. Un monigote de paja sustituyó al portugués Perea que, al decir de Góngora, «súpose más tarde que estaba en Holanda y por eso quemó su estatua entre otras».
Y así ocurrió cómo un portugués, por nombre Perea, se rio de la Inquisición.
No ocurrió lo mismo un siglo después  con María de los Dolores López, más conocida por el apodo de la Beata Ciega. Por Sevilla corría la voz de que la condenaban por bruja e historias divulgadas por viajeros extranjeros, como el marqués de Langle, en su Voyage d’Espagne, la suponían joven y hermosa. Pero la beata Dolores era simplemente una iluminada, atacada de molinosismo. Y para más inri, «además de ciega, era negrísima, repugnante y más horrenda que la vieja Cañizares del Coloquio de los perros», al decir de Menéndez y Pelayo.
Espíritu rebelde, a los doce años escapó de casa y vivió amancebada con su confesor, quien, a los cuatro años, a las puertas de la muerte, movido de arrepentimiento, pedía a gritos que le quitasen de su lado a la ciega. Pretendió entrar en el convento de Belén, en la Alameda, de carmelitas calzadas, con pretensiones de organista, pero fue echada. En Marchena tomó el hábito de beata y embaucó a todos con sus arrobos místicos y fingida santidad. Llamaba al Niño Jesús el tiñosito. En Lucena pervirtió a un confesor como había pervertido al primero.
Vuelta a Sevilla, fue delatada por otro confesor en 1779 y prendida en los lazos del Santo Oficio. El proceso duró dos años en los que no se pudo conseguir se confesara culpable. Su discurso siempre era el mismo: desde los cuatro años había sido favorecida por el Señor, tenía trato familiar con la Virgen María, se había desposado con el Niño Jesús, siendo testigos san José y san Agustín, y había liberado de las penas del purgatorio a millones de almas.
El beato Diego José de Cádiz trató de catequizarla durante dos meses, pero se sintió derrotado y convencido de que aquella mujer tenía en el cuerpo el demonio molinosista. Relajada al brazo secular, sufrió auto de fe el 24 de agosto de 1781, día de san Bartolomé.
La relación que cuenta el auto de fe contra esta pobre mujer se halla en el libro corriente de acuerdos de la Hermandad de San Pedro Mártir, formada por inquisidores, ministros y familiares de la Inquisición, transcrita por Matute en sus Anales. Trataré de resumirlo.
A las 8 de la mañana, la sacaron de las cárceles de la Inquisición montada en un jumento y adornada de coroza con llamas, aspa y demás preseas que dis­tinguen los reos de este tribunal. Ya en el Castillo de Triana se hallaba reunido el clero parroquial de Santa Ana, que sa­lió procesionalmente delante con su cruz cubierta, y le seguía la Hermandad de San Pedro Mártir con su estandarte, cubierta la cruz con un tafetán morado. En el centro iba la reo, con un aspecto burlón, que manifestaba darle poco cuidado la pena que iba a sufrir, y profería palabras escandalosas, que indicaban su impenitencia. La acompañaban el alguacil mayor y el alcaide de las cárceles secretas, quie­nes jamás la abandonaron hasta que fue entregada al brazo secular. Muchos religiosos de virtud y letras la iban exhor­tando por si lograban su arrepentimiento; pero todo en balde. La comitiva se dirigió a la puerta de Triana e iglesia de San Pablo, de los dominicos, en cuyo presbiterio al lado del evangelio esperaban los Inquisidores. Delante tenían una mesa con cubierta carmesí. Al lado de la capilla mayor se colocó el estandarte de la hermandad y a su izquierda la Cruz parroquial, teniendo aquel dos cirios de cera amarilla apagados, y lo mismo los ciriales. Al lado de la epístola se acomodó una mesa para los secretarios del Tribunal en la que se puso el arca que cus­todiaba la sentencia. Fuera de la capilla mayor se elevó un tablado con gradillas para subir y alrededor bancos que ocuparon los calificadores y religiosos que acompañaban a la reo, algunos familiares y otros dependientes del Tri­bunal. En el centro se construyó una jaula en que estuvo la rea, y a los lados se situaron el alguacil mayor y el alcaide. Colocados en sus asientos todas las personas de distinción que concurrieron, empezó la misa con seis velas amarillas encendidas. Concluido el Introito se sentaron y en el púlpito leyeron el extracto del proceso y la sentencia los secretarios y un religioso domi­nico, alternando en su lectura por lo dilatado de la causa. Por ella se declaraba excomulgada a María de los Dolo­res López, y como impenitente e incursa en las herejías de Molinos y de los Flagelantes se relajaba al brazo secular, y mandaba entregar a sus jueces, suplicándoles la mirasen con benignidad.
Enseguida hizo una exhortación al pueblo el calificador D. Teodomiro Díaz de la Vega, del Oratorio de San Felipe Neri, manifestando la justificación del Tribunal, y la gravedad de los delitos de aquella infeliz ciega de cuerpo y alma, concluyendo que la encomendasen a Dios para que ablandase su corazón y la redujese a penitencia. Inmediatamente la sacaron de la iglesia y continuó la misa que, concluida, los inquisidores y ministros titulares en su carroza y coches se volvieron al castillo de Triana, donde los primeros tenían sus habitaciones. Así como habían venido procesionalmente, condujeron a la reo a la Plaza de San Francisco para su entrega al brazo secular. Este le impuso la pena de ser quemada viva, a no ser que se convirtiese; en este caso, sufrida la pena ordinaria, su cadáver sea entregado al fuego, cuya sentencia le fue notificada. En aquel punto, rompió un llanto tan amargo, que se interpretó que Dios había tocado su corazón. Estos auxilios fueron ayudados de las exhortaciones de los religiosos que nunca la desampararon, y conducida a la cárcel, confesó sus culpas al P. Teodomiro Díaz de la Vega, a quien escogió para confesarse. Hasta las cinco de la tarde continuaron los santos propósitos, repetidos con fervorosos actos de contrición. En aquella hora, la sacaron los ministros de la justicia real y la condujeron al quemadero en el Prado de San Sebastián; allí confesó otra vez, con muestras de verdadero arrepenti­miento, y habiéndosele dado garrote, su cuerpo fue arrojado al fuego, que lo convirtió en cenizas.
Blanco White confiesa cómo a sus seis años presenció la ejecución de esta pobre vieja y ciega. De todos los pueblos cercanos a Sevilla llegaron gente también para ver este triste espectáculo. Hasta el punto que con el peso de la multitud sobre el puente de barcas se rompió una viga de las compuertas con riesgo de haber sucedido una desgracia.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Beatriz de Silva, santa de gran belleza

Hoy es la fiesta de santa Beatriz de Silva, portuguesa que vino a la corte de Castilla formando parte del grupo reducido de doncellas de la infanta Isabel, nieta de Juan I de Portugal e hija del infante don Juan, de trece o catorce años, que casó con don Juan II de Castilla, de cuyo matrimonio nacerá la que será Isabel la Católica. También Beatriz era «de poca edad», unos once años.
Con los años será fundadora en Toledo de las Concepcionistas u Orden de la Inmaculada Concepción. Pero solo me quiero referir aquí a la belleza de la pequeña Beatriz que creará los celos de la reina. En la Vida de Beatriz, escrita por una religiosa contemporánea de la Santa, se dice que «era muy graciosa doncella y excedía a todas las demás en su tiempo en hermosura y gentileza».


 En qué consista su belleza, solo tenemos un presunto retrato en un óleo sobre tabla de fines del siglo XV, que representa el Abrazo de Santa Ana y San Joaquín en la Puerta Dorada, posiblemente un encargo de Beatriz de Silva a un pintor del círculo de Juan Rodríguez de Segovia, el Maestro de los Luna, y que se halla en el altar de San José de la iglesia de la Purísima Concepción de Toledo. En él aparece una joven de rodillas con un rosario entrelazado en sus manos.
Cabe preguntarse qué cánones regían el ideal de belleza femenino en la Edad Media. Los gustos debían ser tan diversos como los de hoy. Pero siempre existirá una valoración predominante. Por ejemplo, en una sociedad clasista como la medieval, la belleza ha de ser concomitante con la nobleza, cosa que no poseen las clases inferiores de moros, judíos, negros, serranas y villanos. Y el color rubio prevalece sobre el moreno o el negro, con lo que a través de los gustos se ponía cota y frontera en la diferenciación racial. Se dice que Alfonso XI era «blanco y rubio, de ojos verdes» y la misma descripción sirve para Enrique III y Juan II. Fernando de Antequera es descrito como «blanco y mesuradamente colorado». Isabel la Católica era «muy blanca y rubia, los ojos entre verdes y azules».
El Arcipreste de Hita, en su Libro del Buen Amor, considera que toda «Dueña de buen linaje e de mucha nobleza» ha de ser así: «Alto cuello de garza, color fresco de grana». O como describe más adelante: «Ansí dueña pequeña tiene mucha beldat, / fermosura, donaire, amor e lealtad». Considerando como ideal a la dueña pequeña, la mujer menuda: «Por ende de las mujeres la mejor es la menor».
¿Imaginamos así a Beatriz de Silva? ¿Por qué no? Para el Marqués de Santillana, la mujer debe tener el cabello dorado o rubio, los ojos hermosos, el cutis inmaculado, blanco y suave, los labios de carmín y el cuerpo esbelto.
Con lo que se demuestra que el ideal de belleza femenino no ha cambiado gran cosa a través de los siglos. He aquí, al menos, unos pequeños esquemas para imaginarnos la belleza de Beatriz de Silva y la estimación de la corte de Juan II y los celos de la reina Isabel.
El matrimonio era el destino de las doncellas de la reina, con algún cortesano o señor del reino. A los trece o catorce años, al llegar a la edad núbil, no elegían ellas, sino su señora. Y a Beatriz no le resultaría difícil escoger un buen partido, dada su belleza. En un manuscrito de la época, se dice:
–Por su grande hermosura y linaje, fue demandada de muchos condes y duques en casamiento.
Pero Beatriz no quiso casarse, había hecho voto de castidad «en medio de estos combates del mundo». ¿Cuáles eran estos combates? Ocurrió, según relata la Historia manuscrita de 1526, que la reina doña Isabel de Portugal tuvo celos de su doncella –posiblemente por creer que su marido, el rey Juan II, podía asediarla para tenerla de concubina, cosa normal en aquella época– y ordenó encerrarla en un sótano dentro de un cajón, donde estuvo tres días sin comer ni beber. Se cuenta que se le apareció la Virgen, que la consoló en la prueba, vestida con los colores concepcionistas de blanco y azul. Una vez rescatada, «acordándose de la merced señalada que en la visión había recibido, hizo luego voto de limpieza y perpetua castidad a Nuestra Señora». Y Beatriz, como dice la Historia manuscrita, fallecerá «dejando el cuerpo a la tierra tan limpio y entero como le había sacado del vientre de su madre».
A partir de este momento, Beatriz de Silva abandonó la corte y se fue a vivir a un convento.
El episodio del encerramiento en el cajón debió suceder en Tordesillas, donde vivía la reina o estaría de paso, y será en Toledo, en el monasterio de Santo Domingo el Real, de monjas dominicas, donde Beatriz de Silva quiso recluirse y llevar una vida penitente y austera durante más de treinta años.
Después, en 1484 fundó las Concepcionistas, vestidas las monjas con túnica blanca y toca azul, los colores concepcionistas. Murió en agosto de 1491, fue beatificada por Pío XI en 1926 y canonizada por Pablo VI en 1976.

martes, 9 de agosto de 2016

Edith Stein, mártir en Auschwitz

Hoy celebra la Iglesia a santa Teresa Benedicta de la Cruz, en el mundo Edit Stein, judía, penetrante filósofa discípula de Husserl, convertida al catolicismo, carmelita descalza y gaseada en Auschwitz el 9 de agosto de 1942. La Iglesia la ha elevado a los altares y la ha proclamado patrona de Europa junto con santa Brígida de Suecia y santa Catalina de Siena.
Susanne M. Batzdorff, sobrina de Edith Stein, se preguntó:
—¿Es Edith Stein una figura de reconciliación o una figura de controversia en el diálogo católico-judío y un impedimento en los esfuerzos de aproximación?
La polémica surgió cuando Juan Pablo II la beatificó en Colonia en 1987 y siguió cuando la canonizó en Roma en 1998.


En la homilía de la canonización, dijo el Papa:
—Que el testimonio de Edith Stein pueda seguir fortaleciendo el puente de la comprensión recíproca entre judíos y cristianos.
Canonizada como mártir, esta expresión inquieta al mundo judío, que afirma:
—Edith Stein no ha muerto como «mártir cristiana» en el sentido propio del término sino como víctima de la Shoah.
En una revista alemana apareció entonces el siguiente titular:
—Edith Stein, una santa incómoda.
Un periodista católico se expresó así:
—Edith Stein es un aguijón en la carne de la Iglesia. No nos deja olvidar nuestro pasado y exige vigilancia, valor y responsabilidad.
Y su sobrina Sussane recalca:
—Porque nació judía, de origen judío, fue por lo que se convirtió en una «mártir en Auschwitz».
Comprendo que para el mundo judío este asunto sea difícil, Edith Stein no es ningún símbolo para ellos, ella es una más de los seis millones de judíos que perecieron por odio a su raza. Murió porque en el sentir de los nazis pertenecía a una raza, la judía, que no tenía derecho a vivir.
Pero Edith Stein fue deportada no sólo por ser judía, sino también por ser católica, pillada en una gran redada de judíos católicos en represalia por la lectura de una carta pastoral de los obispos holandeses en los templos de Holanda.
La novelista neoyorkina Anne Roiphe reflexiona también sobre este asunto y espeta:
—Esa propuesta, Santidad, los judíos no la tragan... Si molesta no es porque Edith Stein haya elegido otra religión, sino porque ella no pudo escapar a su certificado de nacimiento. Su consagración religiosa fue un asunto privado y, a todas luces, la decisión sincera de un intelecto extraordinario; pero no murió porque lo hubiese elegido, con honor, con dignidad, con algún propósito, religioso o de otro tipo. Simplemente, murió como todos los demás.
No sabría qué responder cuando Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz, premio Nobel de la Paz, escribe:
—Es una mujer, que por razones que no incumben más que a ella, se ha convertido, ha dejado nuestro pueblo y nuestra fe… No es judía a los ojos de los judíos, respecto a nuestra tradición, a nuestro pueblo, a nuestro pasado, a nuestra memoria.
Pero Edith Stein muere en solidaridad con su pueblo. No reniega de él. Como no renegó de su alma alemana. Hitler la privó de esta doble pertenencia: de su nacionalidad alemana, convirtiéndola en una paria en el mundo, y de su pertenencia al pueblo judío, asesinada por razón de la raza.
Sus testimonios son múltiples. Quizás el más significativo sea aquel que dice:
—No se puede ni siquiera imaginar lo que significa para mí cuando entro por la mañana en la capilla y, al contemplar el tabernáculo y a María, me digo: «Ellos eran de nuestra sangre».
Y también:
—Usted no se imagina qué significa ser hija del pueblo elegido, pertenecer a Cristo no solo espiritualmente, sino también según la descendencia.
En agosto de 1932, cuando aún no ha subido Hitler al poder ni ella ha entrado en el convento, sale al paso de unas observaciones antisemitas del obispo Sigismund Waitz en un par de libros escritos por él sobre el apóstol san Pablo.
—Excelencia, Reverendísimo señor Obispo —encabeza su carta—… Tanto aquí como en el primer volumen me causaron algo de dolor ocasionales observaciones sobre el judaísmo. Cuando uno ha nacido y crecido en el judaísmo conoce sus grandes valores humanos y morales, ocultos ordinariamente para el que está fuera; y uno siente los juicios, que solo tienen como apoyo destacadas falsificaciones que aparecen hacia fuera, como duros e injustificados. Con respetuosos saludos…
Al tiempo que respetuosa, es tajante Edith Stein ante su excelencia reverendísima. En favor del obispo diré que, en 1941, ocupando la sede de Salzburgo, pronunció en su catedral en la fiesta de Cristo Rey una enardecida homilía contra el sistema de propaganda del nacionalsocialismo y murió días después.
Por el hecho de convertirse al catolicismo, Edith Stein no renunció a su judaísmo. Seguirá usando el «nosotros» para referirse a su pueblo. Su bautismo a sus 31 años no fue ninguna ruptura, muchos años antes había perdido el horizonte de una piedad judía.
—Había abandonado —cuenta ella— la práctica de la religión judía cuando tenía catorce años. Mi vuelta a Dios me hizo sentirme de nuevo judía.
Cuando la tormenta asome por el horizonte con la llegada de Hitler al poder, ante las amenazas que se vislumbran, reafirma su pertenencia judía como cuestión existencial y no dudará en escribir una carta al papa Pío XI en abril de 1933 profetizando lo que habría de ocurrir a su gente y también al pueblo cristiano:
—¡Santo Padre! Como hija del pueblo judío, que, por la gracia de Dios, desde hace once años es también hija de la Iglesia católica, me atrevo a exponer ante el Padre de la Cristiandad lo que oprime a millones de alemanes…
Edith Stein se presenta al Papa como «hija del pueblo judío» y como «hija de la Iglesia católica». Y comenzará ese mismo año a escribir la Historia de una familia judía, efemérides de su familia y de ella misma, desgraciadamente inconclusa, en la que no trata de hacer una apología del judaísmo sino de poner cara a la «horrible deformación» propalada por el nacionalsocialismo y a la «ignorante desinformación» que imperaba en Alemania acerca de los judíos. Es decir, como ella misma dice, el retrato de la «dimensión humana judaica frente a la caricatura que se ha forjado de nosotros».
Philibert Secretan señala que «a medida que ella crecía en la fe católica, parece que la riqueza y la significación de la religión judía aparecían más clara y más profundamente. Las amenazas exteriores confirman por su parte esta evolución».
Hay una frase significativa que resume su postura en el momento crítico en que la Gestapo va a buscarla al convento el 2 de agosto de 1942. Le dice a su hermana Rosa, que corre la misma suerte:
—¡Vamos por nuestro pueblo!
Edith Stein tiene conciencia de querer llevar la cruz que pende sobre su pueblo.

jueves, 4 de agosto de 2016

Un eclipse de sol singular

Lo cuenta el Cura de los Palacios en su Crónica de los Reyes Católicos. Estos se encuentran en Sevilla, la reina Isabel guardando la cuarentena del parto de aquel príncipe don Juan, tan esperado como malogrado en su juventud. Lleva un mes de vida, unos veinte tan sólo de su bautismo en la catedral. ¿Mal presagio?
–En dicho año de 1478 a 29 días del mes de Julio, día de Santa Marta, a mediodía fizo el sol un eclipse, el más espantoso que nunca los que fasta allí eran nacidos vieron, que se cubrió el sol de todo e se paró negro, e parecían las estrellas en el cielo como de noche; el qual duró así cubierto muy gran rato, fasta que poco a poco se fue descubriendo, e fue gran temor en las gentes, y fuian a las iglesias, y nunca de aquel hora tornó el sol en su color, ni el día esclareció como los días de antes solía estar, así se puso muy caliginoso.


 Hoy día, los periódicos nos anuncian de vez en cuando algún eclipse parcial de sol. Recuerdo que en julio de 1991 avisaron que un eclipse de sol, considerado como el más importante del milenio, se vería en el Pacífico y sería retransmitido por televisión española desde la isla de Hawai.
Pues bien, la gente ni se acuerda. No ha quedado en el recuerdo impreso de una población que no se asombra ya por nada.
En la antigüedad no era así. Los eclipses y los cometas, y en general todos los fenómenos atmosféricos, causaban estupor. Lo que era comprensible. A los precarios conocimientos de la astrología antigua se unía la aparente disconformidad en la aparición de los come­tas, que los agoreros, en su ignorancia, siempre conectaban con una guerra o muerte violenta. Plinio el Viejo, por ejemplo, habló de los cometas como «astros pavorosos que no anuncian sino grandes derramamientos de sangre». Tácito culpó a un cometa aparecido en el año 64 las atrocidades de Nerón. Flavio Josefo atribuyó la caída de Jerusalén en el año 70 a la aparición de un astro.
La ignorancia era grande en aquellos tiempos, pero también la sensatez de algún sabio. Nuestro Séneca, llevado de un gran sentido común, vino a escribir por esa época que «vendrá una edad donde lo que ahora es misterio para nosotros, será claro como el día... Un día nacerá un hombre que demostrará en qué parte del cielo se mueven los cometas, cuál es su tamaño y su naturaleza. Contentémonos por ahora de lo descubierto hasta esta época y que nuestros nietos posean, también ellos, su parte de verdad por descubrir».
Pero la sensatez de Séneca no fue secunda­da en los siglos posteriores. En la Edad Media persistía el miedo a los cometas y a los eclipses, envueltos en su ignorancia. El paso de un milenio a otro fue saludado por dos cometas (uno en el año 999 y otro en el 1000) que sembró el pánico entre la población de Europa. A un astro que apareció en 1066 se le atribuyó la invasión normanda a Inglaterra. Y a un cometa aparecido en 1348 la terrible peste negra que asoló Europa y llevó a la tumba un tercio de su población.
De todos los cometas el más famoso es el Halley, llamado así por ser este astrónomo inglés el primero en calcular su órbita: un período de setenta y seis años. Aparecido en los años 1456, 1531, 1606 y 1682, Halley predijo que aparecería de nuevo a principios de 1759, como en efecto sucedió, aunque él no lo pudo contemplar por haber muerto en 1742.
Cuando hace unos pocos años, el cometa Halley se hizo presente y estuvo de moda, oí un comentario radiofónico donde se dijo en ­plan jocoso que un Papa en la época medieval había exorcizado y excomulgado al cometa después llamado de Halley. Me picó la curiosi­dad por saber si era cierto. Y a esta conclusión llegué: El locutor, cuyo nombre no recuerdo, había oído campanas y no sabía dónde.
Resulta que el Papa en cuestión era espa­ñol, Calixto III, nacido en Játiva, el primer papa Borgia, que gobernó la Iglesia de 1455 a 1458. Viejo octogenario, su única preocupación fue movilizar una cruzada contra el turco, que dos años antes de su elección se había apoderado de Constantinopla y amenazaba el Occidente. El 29 de junio de 1456 publicó una bula (en esos momentos el cometa Halley era visible en Italia) que ha dado pie a la necia leyenda de que el Papa, aterrorizado por la presencia del cometa, ordenó en toda la cristiandad el toque del Ángelus y lanzó la excomunión y todos los exorcismos contra el cometa.
Pues bien, basta leer la bula para ver que todo es falso. Calixto III era un viejo un poco cascarrabias, pero no tan estúpido nuestro compatriota como para ponerse a echar exorcismos al cometa que llenaba de miedo las noches de Roma. Si alguien desea profundizar en este tema, tiene el extraordinario estudio del P. Steisn, jesuita, titulado Calixto III et la comète de Halley (Roma 1909). Se leyó todo lo que los archivos vaticanos poseen del periodo de este Papa, más de un centenar de volúmenes en folio, y no halló en ellos nada que tuviera relación con un hecho semejante. Lo que Calixto III prescribe en esta bula es el toque del Ángelus al mediodía y rogativas públicas para alcanzar la victoria contra el turco. Cosa que ocurrió unos veinte días después de emitida la bula con el triunfo de las huestes cristianas sobre las turcas en Belgrado. En memoria de esta victoria, el Papa extendió a toda la Iglesia la festividad de la Transfiguración, que se celebra este sábado 6 de agosto en toda la Iglesia. Y en la bula, que ha dado paso a la falsa leyenda, instituyó una costumbre que luego se hizo secular en la Iglesia: el toque del Ángelus al mediodía, práctica piadosa que posteriormente en 1500 renovó su sobrino Alejandro VI.

lunes, 1 de agosto de 2016

Alfonso María de Ligorio, abogado de los pobres

San Alfonso María de Ligorio vivió una larga vida que ocupa prácticamente todo el siglo XVIII, el siglo de Vivaldi y de las fugas de Bach, de Mozart, de Voltaire y de Rouseau, de Goethe y de Schiller… el Siglo de las Luces. Ludwid von Pastor en su Historia de los Papas dice que «Alfonso ha logrado la gloria suprema de ser, en el impío siglo XVIII, la figura más grande y más imponente».
Llamado «el más santo de los napolitanos y el más napolitano de los santos», fue un niño de inteligencia superior, de familia noble, abogado y sacerdote dedicado a la reeducación religiosa del pueblo, pintor y músico, fecundo escritor, obispo y abogado de los pobres, fundador de los Redentoristas, maestro de teología moral, misionero popular y confesor, santo y doctor de la Iglesia.
  

Nació en la casa de campo de su padre en Marianella, cerca de Nápoles, el 27 de septiembre de 1696, primogénito de Giuseppe de Liguori, capitán general de las galeras del rey, y de Ana Cavalieri, ambos de las más antiguas y nobles familias napolitanas. Fue un niño con un coeficiente intelectual altísimo, con grandes conocimientos no sólo en las letras y las ciencias, también en la pintura y en la música. Griego, latín, francés, matemáticas, filosofía, ciencias, pintura, poesía, arquitectura… En música tuvo de maestro al gran Scarlatti. A los trece años tocaba a la perfección el clavicordio y en los años de Universidad estudió armonía y composición. Un verdadero niño prodigio.
A los once años —caso insólito— fue admitido en la Universidad de Nápoles después de haber superado un examen de idoneidad, y a los dieciséis se laureó en Derecho civil y eclesiástico, teniendo que pedir dispensa de edad para poder doctorarse. El 21 de enero de 1713 —a la edad de dieciséis años, cuando la edad mínima requerida era veinte años—, obtuvo el doctorado, recibiendo el anillo de doctor, la birreta de juez y la toga de abogado. Era tan bajito que cuando le impusieron la toga desapareció bajo sus pliegues y todo el mundo se echó a reír.
Mientras le llegaba la edad de poder ejercer la abogacía, hacía prácticas en los bufetes de los mejores abogados de Nápoles y dedicaba buen tiempo a visitar hospitales y a otras actividades apostólicas.
Ejerció la abogacía durante ocho años sin haber perdido causa alguna. En julio de 1723 se celebró en el Palacio de Justicia de Nápoles un importante pleito que cambiará radicalmente su vida. Ligorio defendía al duque de Orsini frente al Gran Duque de Toscana. Las dos familias pugnan por la propiedad del feudo de Amatrice. Estaba en juego una gran suma de dinero. Alfonso tuvo una intervención brillante, basando su disertación en defender la esencia de la justicia por encima de la letra de la ley. El abogado opositor le replicó que la justicia estaba en la ley y la ley era esa. Los jueces le dieron la razón y sentenciaron en contra de Alfonso.
El joven abogado salió del palacio de audiencias, repitiendo dentro de sí:
–¡Mundo, te he conocido! ¡Adiós tribunales!
Estas palabras están hoy escritas en una de las paredes del Palacio de Justicia de Nápoles.
Se refugió en su casa y pasó tres días sin comer.
Fue el final de su carrera de abogado.
–Quiero dejar los tribunales porque quiero salvar mi alma– se dijo.
Y se refugió en visitas al hospital de los incurables y a obras de piedad. Cuenta la tradición que un día oyó una voz interior que le dijo:
–Deja el mundo y date a mí.
Se dirigió a la iglesia de Santa María de la Redención de Cautivos, se arrodilló ante la imagen de la Virgen de la Merced, depositó su espada al pie del altar y prometió dedicarse a María y al Redentor. Era el 29 de agosto de 1723, que podemos considerar como su «día de la conversión».
Las diferencias con su padre se agrandaron. Don Giuseppe soñaba en su hijo el gran abogado que un día ocuparía la presidencia del Sacro Real Consejo, la corte suprema de Justicia de Nápoles. Con un hijo así, elegante caballero, perfecto bailarín en las noches napolitanas, abogado elocuente gloria del foro napolitano, le tenía preparada una magnífica boda con la riquísima hija del duque de Presenzano.
Pero no pudo convencer a Alfonso de que continuase en la abogacía. Y llegó a espetar a su hijo:
–¡Haz lo que quieras y ve a donde te parezca!
Y él se dijo:
–Me haré abogado de una otra gloria: seré sacerdote.
El 21 de diciembre de 1726 recibió la ordenación sacerdotal. Tenía 30 años.
Alfonso se dio a la predicación. Nada del predicador pomposo y erudito. Su predicación sencilla llegaba tanto al erudito como a la gente sencilla. Los doctos iban a escucharle, eclesiásticos ilustres, abogados, procuradores, caballeros…
Su padre, que gustaba oír los discursos de su hijo abogado, no quiere escuchar sus sencillos sermones sacerdotales. Pero un día le picó la curiosidad y acudió a oírle. Al salir, exclamó:
–Este hijo mío me ha hecho conocer a Dios.
Y desde entonces, se aficionó a los sermones de su hijo.
Alfonso frecuenta con otros sacerdotes los suburbios de la ciudad de Nápoles, donde se hacina la gente pobre y marginada, y organiza grupos de oración en lo que se llamó «Capillas vespertinas». Estas capillas, al aire libre, bajo la luz de las estrellas, son lugares de oración. A ellas acuden trabajadores que vuelven del trabajo y jóvenes marginados. A su muerte, existían 72 capillas con más de 10.000 participantes, y han durado hasta principios del siglo XX.
Abandonando Nápoles con algunos compañeros, funda el 9 de noviembre de 1732 en la hospedería del monasterio de la Concepción, en Scala, la Congregación del Santísimo Salvador (que la Santa Sede en 1749, cuando aprueba el nuevo Instituto religioso, cambia por Santísimo Redentor), «para continuar el ejemplo de nuestro Salvador Jesucristo de predicar a las almas más abandonadas, especialmente a los pobres, la palabra divina». Y ello por medio de las misiones populares y los ejercicios espirituales.
Alfonso rechazó varias veces ser obispo. Al final hubo de ceder a las presiones del papa, y fue elegido obispo de Santa Águeda de los Godos, pequeña diócesis en el camino de Nápoles a Capua, cuando su vida comenzaba a declinar. Fue consagrado obispo en 1762, a los 66 años. Ya de obispo, siguió con su febril actividad apostólica: misiones populares, atención a los pobres, cuidado de sus sacerdotes, muchos de ellos indiferentes y a veces escandalosos. Alimentó a los pobres en la hambruna que sufrió el sur de Italia en 1764 y salvó la vida del alcalde de Santa Águeda, ofreciendo la suya a la muchedumbre.
En 1775, tras 13 años al frente de su diócesis y con una dolorosa artritis que le hacía declinar la cabeza sobre el pecho, renunció y se retiró a la comunidad redentorista de Pagani (Salerno), donde permanecerá hasta su muerte.
El 1 de agosto de 1787, al son de las campanas del rezo del Ángelus, Alfonso murió en Nocera dei Pagani, teniendo entre sus manos la imagen de la Virgen. Tenía 90 años, 10 meses y un día.