viernes, 29 de abril de 2016

El Palmar de Troya (1): El tercer «papa» cuelga los hábitos

El tercer «papa» de El Palmar de Troya ha colgado los hábitos papales y se ha marchado con una señora a Monachil (Granada) tras haberse enamorado. Se llama Sergio Ginés María Jesús Hernández y Martínez (Mula, Murcia, 1959), que fuera seminarista y militar antes de ingresar en la Orden Palmeriana y llegar a ser elegido tercer papa con el nombre de Gregorio XVIII. El muleño dejó la Orden el pasado 22 de abril con una carta dirigida a sus seguidores, en la que aseguró que abandonaba la Iglesia Palmeriana porque «había perdido la fe». Su lugar ha sido ocupado tres días después en cónclave, supongo, por el suizo Joseph Odermatt, que ha adoptado el nombre de Pedro III.

Sergio Ginés, alias Gregorio XVIII,
deja los hábitos por el amor de una mujer

Un espectáculo más de los muchos que ha protagonizado esta secta desde que nació en el poblado de El Palmar de Troya, a 11 kilómetros de Utrera (Sevilla). Hoy, en el lugar de las apariciones, tras un recinto murado, se levanta una imponente basílica con altas torres que se observan desde el exterior.
Ello me da pie para contar mis experiencias periodísticas en los inicios de tal esperpento religioso. Y lo tendré que dividir en unos tres capítulos.
Las pretendidas apariciones marianas de El Palmar de Troya se venían sucediendo desde 1968, cuando cuatro niñas de 12 y 13 años aseguraban haber visto a la Virgen. Dos años más tarde, en la primavera de 1970 ya había una docena de videntes, de distinto pelaje. Javierre, director de El Correo de Andalucía, me encargó seguir el tema y recuerdo que mi primer contacto con El Palmar de Troya tuvo lugar en marzo de ese año. Llegué acompañado del periodista Antonio Guerra. Lloviznaba. Estuvimos en el monte de las apariciones. Sólo había una cruz junto al árbol. Volvimos al poblado y en el bar tomamos algo. La dueña del bar también era vidente. El negocio iba viento en popa con los visitantes que por allí acudían y ella les contaba qué le decía la Virgen. Nos invitó a la trastienda del bar. Y sentado en una camilla se hallaba el hermano de La Salle Nectario María (Louis Alfred Silvano Pratlong Bonicell Gal), un venezolano, ya octogenario, que había recorrido archivos de medio mundo, también el Archivo de Indias de Sevilla, buscando documentación referente al descubrimiento, conquista, colonización e independencia de Venezuela. Al mismo tiempo, llevado de su devoción a la Virgen, tenía un mapamundi, que me enseñó, donde había señalado los lugares de las supuestas apariciones marianas por el ancho mundo. Le dije con cierta ironía:
–Aquí hay más señales de visiones marianas que apariciones de Ovnis.
Llevándole el portafolios, le acompañaba Manuel Alonso Corral, un abogado extremeño muerto de hambre, que se había pegado al tontorrón del hermano Nectario María, quien circulaba por Sevilla en coche diplomático y chofer puestos por la embajada de Venezuela, ya que él había sido profesor de no pocos ministros venezolanos de entonces y le hacían ese honor. Y se dedicaba también a eso: a descubrir visiones y visionarios de la Virgen. Alonso Corral, por su parte, pronto cobraría protagonismo junto con su amigo Clemente Domínguez.
La mesonera de El Palmar nos presentó también a un par de videntes femeninos. Todos estábamos alrededor de la mesa camilla. Antonio Guerra y yo pasábamos por turistas curiosos, atraídos por ese fenómeno místico.
A una de las videntes se le aparecía no sólo la Virgen, también el Espíritu Santo en forma de paloma, que, posada sobre su hombro, «le decía cositas al oído». También se le aparecía san Fernando, y san Isidoro... Y podría seguir, en su calenturienta imaginación, con toda la corte celestial.
Ante nuestras insistentes preguntas, sospecharon que éramos periodistas. Nos identificamos como tales, y yo, además, como sacerdote. En ese momento, le dije al hermano Nectario María:
—Usted es religioso que dice haber escrito muchos libros sobre la Virgen María. En esto le gana a san Lucas, que en su Evangelio sólo escribió un par de páginas. Si le parece bien, discutamos usted, religioso, y yo, sacerdote, si la Virgen de san Lucas, venerada en los Evangelios y en la Iglesia, tiene algún parecido con la Virgen que estas personas dicen haber visto...
Para abortar el embarazo que se había producido en el grupo, la mesonera, sentada a mi lado, se puso rígida, los ojos perdidos hacia el cielo. Los allí presentes nos dijeron:
—¡Silencio! La Virgen se le está apareciendo...
Yo, por mi parte, bandeaba a la mesonera, diciéndole:
—¡Señora! Deje de hacer teatro.
Un minuto más tarde, bajó los ojos, dando gracias al ente invisible.
Los presentes le preguntaban:
—¿Qué te ha dicho la Virgen?
—No me ha dicho nada, sólo lloraba.
Me levanté y le dije a Antonio Guerra:
—Llora por nosotros, Antonio. Vámonos.
Y aquí terminó mi primer encuentro con el fenómeno de El Palmar de Troya.
(Continuará).


lunes, 25 de abril de 2016

El tercer inquisidor

Pedro González de Mendoza, conocido bajo el título de «Gran Cardenal de España», fue arzobispo de Sevilla de 1474 a 1482 para pasar posteriormente a Toledo, en cuya catedral tiene su enterramiento con un monumento funerario que, al decir de Emilio Lambert, «es más un templo que una tumba». Y Teófilo Gautier, contemplando su estatua yacente, exclamará: «No está esculpido, ¡está petrificado!».
En la cumbre de su carrera eclesiástica y con una inmensa fortuna, el Gran Cardenal de España había llegado también al techo de su carrera política. Hasta su muerte siguió a la reina Isabel la Católica, de la que era su principal mentor y se reveló a su lado como genial político. Denominado también el «tercer rey de España», no había en Castilla nadie que le hiciese sombra tras los Reyes Católicos. Cuando era obispo de Calahorra, tuvo dos hijos de doña Mencía de Lemus: Rodrigo Díaz de Vivar, marqués de Zenete, y Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito. Otro hijo, tenido de doña Inés de Tovar, hija de un regidor de Valladolid, llamado Juan Hurtado de Mendoza, participó años después en la lucha de las Comunidades. Refugiado en Francia, murió allí oscuramente.
Son las travesuras del cardenal.
Se cuenta que un día se presentó a la reina Isabel diciéndole que quería mostrarle sus pecados.
–Siendo vos cardenal, y sacerdote por tanto, más entiendo yo ser quien os confiese los míos –respondió la reina.
Insistió Pedro González de Mendoza en que sus pecados se hallaban en la antecámara y cuando hizo pasar a sus hijos a presencia de la reina, esta exclamó:
–¡Bellos, muy bellos son vuestros pecados, cardenal!
Cuento esto, recogido en mi libro Los Arzobispos de Sevilla. Luces y sombras en la sede hispalense, porque en mi última publicación aparecida hace un mes, Pedro Segura y Sáenz, semblanza de un cardenal selvático, cuento que el tal cardenal también tuvo un hijo de una señorita, quien, a raíz de este desliz, la hizo casar con su hermano soltero, convirtiéndola así en cuñada. Ella tuvo después del hermano del cardenal otros seis hijos, los célebres sobrinos del cardenal Segura.

Este dato, que conocía desde hace años, lo clarifico ahora porque está contado y publicado en documentos provenientes del Archivo Secreto Vaticano del período del papa Pío XI, que ya han visto la luz. Y me limito a transcribir citas documentales provenientes de los mismos archivos vaticanos ya publicados.
¿Tendría que haber callado esta travesura del cardenal Segura, que ya es historia?
¿Tendría que haber callado las travesuras del cardenal Mendoza?
¿Tendrían los historiadores eclesiásticos que callar las travesuras de Alejandro VI, el Papa Borgia?
¿Debería el papa Francisco ocultar los casos de pederastia en el clero y en obispos y no denunciarlo públicamente?
Hay una frase de Pío XII, pronunciada el 13 de junio de 1943, en plena Guerra Mundial, clarificadora:
–La Iglesia no teme la luz de la verdad ni por el pasado, ni por el presente, ni por el futuro.
Y es que me han salido al menos tres inquisidores que proscriben mi libro y ponen al autor de chupa dómine por haber escrito un extenso libro de unas 560 páginas sobre la figura del cardenal Segura, en la que describo sus sombras, pero también sus luces, y naturalmente esa travesura de juventud del cardenal, que está descrita con toda la delicadeza del mundo.
El primer inquisidor dio la cara en la Librería San Pablo de Sevilla, donde el libro se vende, y muy bien. Era un seglar, algo grasiento, fofo. Es la descripción que me han ofrecido. Y denunció al personal de la librería el por qué se vendía allí ese libro nefando.
El segundo inquisidor apareció al día siguiente. Era un clérigo joven, inconfundible por su clergyman, que incidió en lo mismo.
Y llegamos al tercer inquisidor. El sábado pasado, 23 de abril, Día del Libro y 400 Aniversario de la muerte de Cervantes, firmaba yo libros en la dicha Librería San Pablo. La noticia había aparecido en la Agenda de la Ciudad del periódico ABC. Y en esto que una llamada telefónica fue recogida por el gerente de la librería. Y una voz, amparada en el anonimato, se despachó con insultos y descalificativos hacia mi persona.
–¡Cómo es posible que un sacerdote pueda escribir semejante cosa!
Y así otras lindezas e insultos, para acabar con la amenaza:
–No volveré más por esa librería. Acaban ustedes de perder un cliente de toda la vida.
Cuando el gerente me lo contó, solo le pregunté:
–¿Tenía voz clerical?
Porque me temo que tal fuera el susodicho tercer inquisidor.

jueves, 21 de abril de 2016

Cervantes en la cárcel de Sevilla

Miguel de Cervantes conocía ya la cárcel del pueblo cordobés de Castro del Río, otoño de 1592, por la enajenación de ciertas fanegas de trigo del pósito de Écija, sin referirnos a sus cinco años de cautiverio en Orán cuando fue rescatado por un fraile trinitario.
De nuevo topará con la cárcel, ahora en Sevilla, sólo unos meses, entre finales de 1597 y principios de 1598. La tradición cuenta que en ella comenzó a escribir el Quijote, «el libro más humano, más suavemente irónico y de lectura más deleitosa que la fantasía pudiera imaginar», al decir de Rodríguez Marín.
  

El cargo de Cervantes consistía en cobrar impuestos impagados o atrasados. Oficio que venía de unos años atrás. En 1587 apareció por Sevilla como comisario real de abastos, requisando trigo y aceite para abastecer la flota que Felipe II preparaba contra Inglaterra, la célebre y desgraciada «Armada Invencible». Un oficio que le daba no pocos quebraderos de cabeza, alguna que otra excomunión por requisar el trigo de los clérigos, chapuzón en las albercas y otras bromas pesadas que padeció Cervantes por esos pueblos de Andalucía. En cierto momento, cansado de este oficio de requisidor, escribió al Consejo de Indias solicitando «un oficio en las Indias, de los tres o cuatro que al presente están vacos, que es el uno la contaduría del nuevo reino de Granada; o la gobernación de la provincia de Soconusco, en Guatemala; o contador de las galeras de Cartagena; o corregidor de la ciudad de la Paz». La respuesta fue contundente y lacónica: «Busque por acá en qué se le haga merced».
Y siguió con su oficio de recaudador. Pasó a un cargo superior: recaudador de impuestos en el reino de Granada. Con el dinero recaudado se dispone a volver a Madrid, pero por no pasar por Despeñaperros con una cantidad tal de dinero, lo entregó, mediante una cédula cobrable en la corte, al comerciante sevillano Simón Freire.
Cuando Cervantes llega a Madrid, recibe la fatal noticia: Freire ha quebrado y su representante en Madrid, el portugués Gabriel Rodríguez, no tiene fondos para pagarle.
Laboriosas gestiones, pleitos, apuros, angustias... El 6 de septiembre de 1597, estando en Sevilla, se ordenó al licenciado Vallejo, juez de las Gradas, que requiriese a Cervantes la fianza por las cuentas de las alcabalas, todavía sin justificar; de lo contrario, que le mandase prender y conducir preso a Madrid.
El juez Gaspar de Vallejo no le mandó a Madrid. Le confinó en la Cárcel Real de Sevilla, «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación», como dice en el prólogo del Quijote.
La cárcel que conoció Cervantes fue labrada en 1569, habiendo intervenido en ella el arquitecto Hernán Ruiz, el de la Giralda, y el napolitano Benvenuto Tortello. En la fachada existía un retablo dedicado a la Visitación de la Virgen, perteneciente a una hermandad instituida en 1585 y dedicada al alivio y soltura de los presos pobres.
Esta hermandad había sido fundada por el «carcelero» –léase capellán– jesuita Pedro León, que ejerció su función pastoral en la cárcel durante casi cuarenta años (1578-1616), atendiendo en este espacio de tiempo a 309 ajusticiados, que acompañó hasta el suplicio.
 Pedro de León nos ha legado unos manuscritos que resaltan minuciosamente sus vivencias carceleras, con noticias sabrosísimas de la vida picaresca de la cárcel, el ambiente moral, los ajusticiados e itinerario por las calles de Sevilla hasta el lugar de suplicio, el edificio que los albergaba, la administración fullera de sus alcaides... De ellos se decía que eran «los mayores delincuentes de puertas adentro».
Los presos pasaban de mil, según el padre León, de todas las clases sociales, incluso «muy nobles y de grandes linajes».
Los manuscritos del Padre León serán la mejor referencia para conocer aquel mundo de la trena, que tenía tres puertas, de Oro, Hierro y Plata. «Tiene esta cárcel tres puestas; a la primera llaman del Oro, por lo que ha de tener, y no poco, el que ha de quedarse en la casa pública o aposentos del alcaide, que están antes de la primera reja de arriba a mano derecha, como subimos por la escalera, porque para contentar al alcaide y los porteros de la puerta de la calle es menester todo eso y más». La puerta siguiente es la de Hierro, llamada así «porque hasta los que entran por allí es necesario que tengan dinero de cobre y vellón». La tercera puerta, «reja, que era también de hierro, que sale a los corredores, llaman de Plata, porque ha menester tener plata el que ha de quedar allí sin grillos, o mucho favor que no le cueste menos, sino mucho más, que todo lo allana y hace fácil la plata y el favor».
Ya en el interior, un gran patio con una fuente en el centro, era el escenario de la vida diaria de los presos. Alrededor del patio había catorce calabozos y «cuatro tabernas y bodegones –cuenta el padre León–, arrendados a catorce y quince reales cada día, y suele ser el vino del alcaide, y el agua del tabernero, porque nunca faltan baptismos prohibidos en toda ley».
En el piso alto, sobre los calabozos de la parte norte, se hallaba la Galera Nueva, dormitorio de los presos de grandes delitos y de los galeotes rematados para el rey. Dividida en siete ranchos, «el primero es el de los blasfemos y jugadores de ventaja, que les sirven mil vidas de tantos. El segundo es el de la campaña, a donde se refieren sus tretas los que arañan y hurtan. El tercero llaman Goz, a donde los rufianes cuentan a lo grotesco sus hazañas y desventuras. Al cuarto llaman Crujía, a donde están los galeotes. El quinto se llama Feria, a donde se vende lo mal ganado por marañas y pendencias habidas en mala guerra. Al sexto llaman Gula, y sirve para las meriendas, a donde echan y truecan y anda el trago cruel. El séptimo y último se llama Laberinto, de toda gente revuelta, como cochinos de diezmos, de todos delitos».
En la parte de Levante se situaba la Galera Vieja, con cuatro ranchos, «el rancho que llaman Traidor, porque está oculto y escondido a la entrada, a mano derecha, y desde allí hacen sus traiciones. Más adentro en la misma galera, hay otros tres ranchos, divididos con mantas viejas. El primero es el de los Bravos; el segundo la Tragedia, a donde está la Crujía. El tercero llaman Venta, a donde pagan el escote todos los presos nuevos».
Y están los entresuelos, con cuatro ranchos. «Al primero llaman Pestilencia, y al que está a su lado Miserable, y al tercero llaman Ginebra, y al cuarto llaman Lima Sorda o Chupadera, y antes de entrar en estos ranchos hay un aposentillo pequeño que llaman Casa de Meca».
Describe también la Gran Cámara de Hierro, de grandes dimensiones, «tan nombrada e insigne, así por los moradores como por el sitio y disposición de ella. En esta cámara están los bravos y tres ranchos. El primero es de matantes, a donde echan mil por vida, y todo su trato es de cuestiones y no de metafísica; no de moral, sino contra todas las buenas costumbres, de heridas y resistencias, de el otro que huyó con estoque y rodela, del que hizo mil buenas suertes, alabándose cada uno de lo que no ha hecho. El segundo rancho es de delitos; el tercero de malas lenguas, a donde no hay honra enhiesta».
Y así otras dependencias menores, habitación del capellán, enfermería vieja, capilla, cárcel de mujeres, etc. Imaginad las pendencias, juegos, robos, heridas, incluso muertes, dentro de la cárcel. Y el griterío infernal entre aquellas paredes.
Llegaba un preso nuevo, cosa que ocurría seis o siete veces a la hora, y el sotoalcaide gritaba al guardián de la puerta de Hierro:
–¡Holaaa!
Y el portero respondía:
–¡Holaaa!
Gritaba el sotoalcaide:
–¡Allá va un preso!
Y respondía el portero:
–¿Por qué?
Y gritaba el delito, según la relación de los documentos entregados por la justicia.
Llegada la noche:
–¡Ah del patio! ¡Arriba los de la Galera Nueva! ¡Acá los de la Galera Vieja!
Ya los presos, encerrados en sus ranchos, rezaban de rodillas la salve a la Virgen, con igual espantable ruido, y se hacía la noche en la cárcel, no siempre solos los presos, que de rondón habían penetrado mujerzuelas que se repartían por los ranchos en la oscuridad de la noche.
Nunca mejor resumido el ambiente de aquel antro de reclusión y de vicios repugnantes que la pincelada de Cervantes, que lo padeció: «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación».

sábado, 16 de abril de 2016

Corrida de toros en semana de jubileo

El ilustre sevillano Rodrigo Vázquez de Arce ha sido elevado por Felipe II a la presidencia del Consejo de Castilla. Para solemnizar tal nombramiento de un hijo de la ciudad, se celebraron jubilosas fiestas. Entre ellas, una corrida de toros que resultó ser de las más tumultuosas que ha tenido la ciudad. Era Asistente don Francisco de Carvajal, Regente de la Audiencia don Antonio Sirvente de Cárdenas, y arzobispo el cardenal don Rodrigo de Castro.
Clemente VIII, que había subido al trono pontificio en enero de 1592, ha instituido para toda la cristiandad un Jubileo de las Cuarenta Horas. El cardenal don Rodrigo ha reservado la publicación de la bula para después de la celebración del Corpus y de la fiesta de San Juan, celebraciones «asentadas en todos los lugares de estos reinos», y la hace pública el domingo 28 de junio de 1592. El jubileo durará dos semanas, del lunes 29 de junio al domingo 12 de julio.


Cardenal Rodrigo de Castro
(Retrato de Francisco Pacheco)

Pero hete aquí que la Ciudad había programado la celebración de una corrida para el sábado 4 de julio, dentro de la primera semana del jubileo. En atención a ello, la Ciudad pasó la fiesta de los toros al lunes siguiente, 6 de julio.
Todo parecía ir bien cuando ese sábado 4 de julio acertó a pasar por la plaza de San Francisco en su carroza el cardenal Rodrigo de Castro y vio el ajetreo de los obreros colocando los tablados. Al llegar a casa encontró una nota del dominico fray Alonso de Cabrera. Le persuadía con razones teológicas y lugares de las Sagradas Escrituras que no debía permitir «tan gran desorden» de que se corrieran toros un lunes de jubileo. El cardenal, de carácter influenciable, quiso saber el parecer de su provisor, don Bernardino Rodríguez, y del prior de las Ermitas, doctor García de Sotomayor, quienes ratificaron el parecer del dominico. Es decir, que se suspendiese la corrida de toros para después del jubileo.
Al día siguiente, domingo 5 de julio, continuaron levantando los tablados del público, incluso sin licencia eclesiástica en día de obligado descanso, y en el palacio arzobispal se pudo oír «la grita de vaqueros y pueblo para traer los toros».
Llegó el lunes, 6 de julio, y el Asistente, don Francisco de Carvajal, envió un jurado al Regente de la Audiencia, don Antonio Sirvente de Cárdenas, notificándole que «el cardenal le había enviado a decir por un billete, la noche antes a las once, que no corriese la Ciudad toros el lunes, porque era semana de jubileo», que había de reunir la Ciudad para ello y que la Audiencia le favoreciese.
Esa mañana, el cardenal envió a su notario Antón Sánchez de Arroya, para que notificase a la Ciudad la censura en que incurriría si permitía la celebración de los toros. Mientras, el pregonero Antonio Martín, acompañado del alguacil del arzobispo, advertía a gritos desde la plaza a los munícipes que incurrirían en excomunión latae sententiae. Los ánimos se encresparon. Cogieron al notario del cardenal, «le maltrataron y quisieron prender», llevándole los alguaciles a la Audiencia.
El cardenal, airado, lanzó entonces su anatema: «Por la presente sometemos esta ciudad, iglesias, monasterios, hospitales y lugares píos, suburbios y arrabales della con una legua alrededor della, en eclesiástico entredicho, durante el cual mandamos que no se celebre misa ni canten los divinos oficios pública ni solemnemente, sino sumisa voce a puerta cerrada, exclusos los excomulgados, en el cual dicho entredicho se observen y guarden los otros casos y cosas que en semejantes entredichos se suelen guardar, hasta tanto que los dichos excomulgados vengan a obediencia y por Nos se alce y relaje». Los edictos de excomunión fueron fijados en varios lugares y hasta en la misma puerta de la Audiencia, «cosas nunca vistas ni oídas en los reinos de V. M. ni hechas por prelado ni juez eclesiástico dellos», se queja el regente Silvente a Felipe II.
Los toros se hallaban en su encierro, los tablados alquilados, las ventanas de la plaza de San Francisco pagadas. Y el Concejo de la Ciudad diciendo que el cardenal se metiera en sus asuntos, no tenía autoridad para prohibir la fiesta.
Se tuvo la corrida de toros aquella tarde, mientras las campanas de la ciudad tocaban a entredicho. No resultó una corrida lucida. Más bien trágica. «A uno de los toreadores hirió de muerte el toro y al otro lo mató, y se acabaron las fúnebres fiestas».
Pero la ciudad seguía en entredicho. Sirvente de Cárdenas, el Regente, sugirió a los muní­cipes que «pues los toros estaban corridos, que enviasen cuatro o seis comisarios a pedir de parte de la Ciudad al cardenal que alzase el entredicho y mandase absolver a todos, y si no lo quisiese hacer, que la Ciudad hiciese sus diligencias en la Audiencia, y que allí se haría justicia».
Y así hicieron, pero no fueron cuatro o seis. Acudieron los regidores a visitar al cardenal «en forma de Ciudad con veinte o veinte y dos veinticuatro y jurados y asistentes y maceros». El cardenal les hizo «una plática muy discreta y devota» y después «los abrazó y llevó a su gabinete y les dio dulces».
Secuelas de este tragicómico suceso fue el escarnio y destierro del pregonero del cardenal, al que procesaron y sentenciaron rápidamente. El lunes, 13 de julio, le sacaron a la pública vergüenza y le desterraron por diez años. El alguacil del arzobispo tuvo mejor suerte. Le prendieron a la puerta del palacio arzobispal, pero gritó ayuda y fue liberado por los criados del arzobispo. El cardenal hubo de pagar también su multa.
Y aquí acaba una historia más de aquel singular arzobispo, cardenal don Rodrigo de Castro. Sirvente de Cárdenas, en su informe al rey, le hace ver quiénes son los que gobiernan al arzobispo y «la necesidad grande que hay de que V. Majestad con su santo celo se sirva de poner remedio a ello y se duela de esta iglesia».

martes, 12 de abril de 2016

Dios es fiesta

El pueblo de Sevilla está en fiesta. Es la Feria de Abril. Galanura y arte. Farolillos de colores. Amistad y simpatía. Gracia y salero. El pueblo ríe y celebra. Pues felices todos.
Quiero recordar hoy la definición que de Dios hizo un pensador de la Edad Media, Raimundo Lulio. «Dios es fiesta», dijo. Qué hermoso, y Dios se alegra de que sus hijos estén de fiesta.


 Transcribo los siguientes pensamientos tomados de «Los Proverbios» de Raimundo Lulio:
1.- Dios manda que el hombre celebre fiesta, porque Él es fiesta.
2.- Dios es fiesta de descanso.
3.- Dios es fiesta de alegría, porque es Gloria.
4.- Dios quiere que el hombre le dedique fiesta.
5.- Celebra la fiesta de conocer, recordar y amar a Dios.
6.- Dios quiere que, un día a la semana, no trabajes, para que nada te impida meditar y amar el honor que debes a Dios.
7.- La fiesta espiritual no consiste en comer y beber.
8.- Celebra fiesta más grande quien viste su voluntad de amor a Dios más que quien viste su cuerpo de seda y púrpura.
9.- Quien en esta vida no dedica fiesta a Dios, no la recibirá de Él en la otra.

sábado, 9 de abril de 2016

Quien dice verdades, pierde amistades

Me parece que es de santo Tomás de Aquino esta frase: «Quien dice verdades, pierde amistades». Y si non è vero, è ben trovato, que dicen los italianos.
Creo haber perdido el aprecio de dos curas, compañeros míos de la Universidad Pontificia de Comillas, porque dije ciertas cosas de Cataluña que han herido sus sensibilidades. Y es que el nacionalismo es tan sensible como vulnerable.
Me ocurre también con mi último libro sobre el cardenal Segura. Basta que en la entrevista que se me hizo en ABC apareciera en el titular eso del «hijo secreto» del cardenal para que se dispararan las alarmas de más de uno. Por supuesto, sin leer el libro.


 Un profesor de Universidad ha preguntado a otro, amigo mío, sabedor del libro porque lo ha leído:
–¿Merece la pena comprarlo o es simplemente un libro amarillo?
Y el catedrático aludido le ha respondido que el libro está muy bien documentado. Y que refleja la complejidad de este personaje –no solo esa anécdota de juventud– de cara a la política de su tiempo y de la Iglesia. Expulsado de España por la República, sus diferencias con el nuncio Tedeschini y Ángel Herrera Oria, a los que acusa que son ellos y no el Gobierno republicano los que lo han echado de España, su vuelta a España después de un exilio en Roma de seis años, su pontificado en Sevilla, su choque con la Falange y Franco, que a punto estuvo también de expulsarlo de España en 1940, el rompimiento total con Franco en 1953 y la carta que Segura escribe a Pío XII donde da su versión de los hechos y retrata el pensamiento que él tiene y ha tenido de Franco (carta inédita hasta ahora) y, finalmente, su destronamiento de la sede hispalense por Pío XII en 1954. Un cardenal atípico, montaraz y selvático…, así lo calificaban en la República.
Ocurre también que un cura «dogmático» –joven, de esos bien etiquetados con su clergyman, como gusta a monseñor– se ha acercado por la Librería San Pablo de Sevilla y ha protestado al Hermano Esteban que se venda allí el libro de Segura de Carlos Ros. El día anterior, hizo lo mismo un seglar.
No han leído el libro. Han leído tan solo el titular de ABC. Y se han rasgado las vestiduras, porque no hay que sacar los trapos sucios de la Iglesia a la calle.
Podría decirles a estos «pudorosos» varones, que tengo en la calle más de setenta publicaciones y la mayoría de ellos son vidas venerables de santos. Y escritos con honestidad histórica, sin tener que recurrir a eso tan manido de que ya meaban desde la cuna agua bendita. Ya conté hace poco cómo un cura, «historiador» de la figura de san Juan de Ribera, sevillano de nacimiento y patriarca-arzobispo de Valencia, olvida en su biografía que era hijo natural y tuvo sus problemas para su ordenación sacerdotal. Pues bien, el susodicho «historiador» soslayó semejante incidencia de la vida del santo patriarca. Pensaría que, como se dice ahora, no era políticamente correcto.
En 1986 –hace ya treinta años– publiqué un Episcopologio de la Iglesia de Sevilla, que titulé: «Los Arzobispos de Sevilla. Luces y sombras en la sede hispalense». Eso de contar también «las sombras» –es decir, los hijos que ciertos arzobispos tuvieron en sus épocas medievales y no tan medievales–, sentó mal al vicario general de entonces, que era licenciado en Historia por Roma. Cuando un historiador de fuera de Sevilla preguntaba al Arzobispado qué Episcopologio había de la diócesis de Sevilla, siempre el vicario general soslayaba mi libro y le orientaba hacia el último publicado en 1908 –un siglo atrás– por Alonso Morgado, que es un Episcopologio como debe ser, con obispos santos e inmaculados.
Descendiendo ya al caso Segura, diré que ese hijo secreto que tuvo era algo sabido en Sevilla desde siempre, pero deformado por el pueblo y achacado a una marquesa sevillana con la que Segura tenía una amistad algo más estrecha. Lo tuvo sí de una sevillana, su futura cuñada, Pepita Ferns, pero en Valladolid cuando era obispo auxiliar. Y si ahora escribo de una cosa que sé desde hace muchos años –antes de que escribiera el Episcopologio sevillano– es porque tengo documentación al respecto. Al abrirse el Archivo Secreto Vaticano del pontificado de Pío XI y publicada buena parte de sus documentos referentes a España por el historiador –y cura– Vicente Cárcel Ortí, y publicados también los cuadernos de visita de los años 1930 y 1931 del secretario de Estado de Pío XI, cardenal Pacelli (futuro Pío XII), he podido basarme en ellos sin añadir de mi parte nada nuevo. Prácticamente me he limitado a citar documentos.
Y el que quiera saber más, que compre el libro y lo lea. Así me ayuda a pagar la edición del libro que he tenido que publicar por mí mismo porque ciertas editoriales católicas –entre ellas, la Editorial de la Librería San Pablo– no se han atrevido a publicar. Y seguro que aprenderá muchas cosas de la vida de Segura –con sus luces también a pesar de sus sombras– y de la España de la República y del primer Franquismo. Y el «dogmatismo», que lo arrumbe en el baúl de su casa. La Iglesia del papa Francisco quiere ser, por gracia de Dios, una Iglesia transparente. También a él, por decir verdades, le han surgido ciertos desapegos entre sus más cercanos purpurados de la Curia vaticana.

jueves, 7 de abril de 2016

La Misericordia en la Iglesia al trasluz

–Nada te turbe, nada te espante –decía santa Teresa de Jesús.
En verdad, siguiendo a la Santa de Ávila a la que admiro y he biografiado, no hay nada en la historia de la Iglesia que me turbe o me espante. Mi fe es ya, a mi madura edad, lo suficientemente fuerte como para zozobrar y encallar en el mar embravecido de este mundo nuestro.
Este es el Año de la Misericordia, así lo ha querido el papa Francisco. Y ha escrito un libro que ha querido titular «El nombre de Dios es misericordia». Y las obras misericordiosas son catorce, según aprendí de niño en el Catecismo Ripalda: Siete corporales y siete espirituales.
Las corporales son: La primera, visitar a los enfermos. La segunda, dar de comer al hambriento. La tercera, dar de beber al sediento. La cuarta, vestir al desnudo. La quinta, dar posada al peregrino. La sexta, redimir al cautivo. La séptima, enterrar a los muertos.
 Las obras de misericordia espirituales son: La primera, enseñar al que no sabe. La segunda, dar buen consejo al que lo ha de merecer. La tercera, corregir al que yerra. La cuarta, perdonar las injurias. La quinta, consolar al triste. La sexta, sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos. La séptima, rogar a Dios por vivos y muertos.
Si a esto añadimos el capítulo 25 de san Mateo donde Jesús habla del juicio final, es decir, del examen que tendremos tras la muerte… Curiosamente el Señor no nos preguntará si le hemos amado mucho a Él o si hemos ido siempre a misa o si hemos cumplido esto y esto y esto de las ordenanzas eclesiásticas. Nos preguntará el Señor: «Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Entonces los justos le contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?, ¿cuándo te vimos forastero o en la cárcel y fuimos a verte?». Y el Señor responderá: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis».
Es decir, lo único que nos pide es que no tengamos un corazón frío. Que el Evangelio se vive en corazones de carne. Y la santidad se asienta en la debilidad de nuestra naturaleza, que es semejante en todas las épocas.
Este es el mensaje, creo yo, que el papa Francisco quiere que aprendamos en este Año de la Misericordia. Caritativos y misericordiosos en la fragilidad de nuestra carne.
Entonces, ¿por qué esa rigidez de ciertos purpurados por poner por delante el Código de Derecho Canónico por encima del Evangelio? ¿Por qué esa frigidez del corazón? Que se ha dado y se da desgraciadamente tanto a nivel institucional de la Iglesia como a nivel individual.
Un caso de estúpida rigidez institucional. Lo he sabido hace unos días, y me ha dolido, la verdad. Un sacerdote sevillano, al que yo he apreciado mucho y que ha muerto hace unos años, era hijo natural. Estando para ordenarse de órdenes menores, que entonces se estilaba, se tuvo que pedir a Roma licencia por la irregularidad que suponía ser hijo natural. Y de Roma vino la sentencia. El dicho ordenando podrá recibir las órdenes pero ha de renunciar a verse con su madre.
¿Puede concebirse mayor desatino que arremete contra el cuarto mandamiento? Pues ocurrió a mediados del siglo pasado. Y cuando los seminaristas de Sevilla salían de paseo –conocidos entonces como «bichitos de luz» por sus becas rojas encima de las sotanas–, su madre, escondida tras una esquina, se asomaba para ver pasar a su hijo. Menos mal –Providencia de Dios habría que llamar a esto–, la madre murió antes de que se ordenara de sacerdote. ¿Qué hubiera ocurrido si no la dejan estar junto a su hijo el día de su ordenación sacerdotal y a este hijo lo mandan de cura a un pueblo y no puede llevar consigo a su madre?
Monseñores leguleyos de la curia vaticana que ordenaban cosas así, tan estúpidas, sin sentido común y tan antievangélicas.
San Juan de Ribera (1532-1611), sevillano y patriarca-arzobispo de Valencia, fue hijo natural, y tuvo también sus dificultades. Curiosamente existe una biografía extensa escrita por un sacerdote catalán que soslaya esta incidencia en su libro. Pudorosas biografías que lavaban con agua bendita la vida de los santos.
Lo siguiente tiene su gracia. En el Seminario Menor de Sevilla, ya en la segunda mitad del siglo pasado, en un examen rutinario, el médico observó que un seminarista solo tenía un testículo. ¿Será ello impedimento para que en un futuro pueda ser ordenado sacerdote?
Llevado el caso al cardenal Bueno Monreal, que tenía sentido común a raudales, contestó:
–Total, para lo que le va a servir…
Y en la Universidad Pontificia de Comillas, donde estudié, el padre espiritual de los teólogos, no era feo, era requetefeo. Pero un santazo: el Padre Nieto, que tiene su causa de beatificación introducida.
Se decía de él que cuando le llegó la hora de ordenarse de cura, el obispo se oponía por su fealdad. Pero insistía tanto, que al fin le dijo el obispo:
–Si me traes alguien más feo que tú, te ordeno de sacerdote.
Y le trajo a su hermana.
Se contaba esto, lo que supongo no dejaba de ser una leyenda urbana.
«La santidad es amplia», decía el Padre Faber. Y se sustenta en un ochenta por ciento en el sentido común.
–Misericordia quiero, dice el Señor, y no sacrificios.
Y no pocas veces nos perdemos en bagatelas y minucias.
Lo ha dicho el papa Francisco:
–La Iglesia no está en el mundo para condenar.

domingo, 3 de abril de 2016

Expulsión de los jesuitas

El 3 de abril de 1767 –hoy hace 249 años– se cumplió en Sevilla la orden de Carlos III de expulsión de los jesuitas. Al amanecer de ese día, la gente vio consternada cómo la tropa y ministros de justicia habían acordonado todas las casas de la Compañía de Jesús. La Pragmática sanción, válida para todos los pueblos del Reino, orde­naba se ocupasen todas las temporalidades pertene­cientes a los jesuitas y estos expulsados de su Reino. La orden a los gobernadores era tajante:
–Os apoderaréis de todos los religiosos, en calidad de prisioneros los haréis conducir al puerto, que se os indica, en el improrrogable término de veinte y cuatro horas, donde serán embarcados en los buques dispuestos al efecto. En el momento mismo de la ejecución sellaréis los archivos de la casa y papeles particulares de los individuos, sin permitir a ninguno de éstos que lleve consigo más que sus breviarios y la ropa blanca absolutamente precisa para la travesía. Si después del embarque existiese, o quedase aún, en esa ciudad un solo jesuita, aunque sea enfermo o moribundo, respon­deréis con vuestra cabeza. Yo el Rey.


El despotismo absoluto de la época se reviste aquí de un comportamiento tan brutal que no merecieron si­quiera los judíos y moriscos cuando fueron desterrados. Los jesuitas ya habían sido expulsados de Portugal y Francia. Toca ahora a España, que cree reforzar así, eliminado un poderoso adversario, la centralización del poder y el desarrollo del absolutismo. Opuestos al regalismo imperante en Europa y al absolutismo borbónico, los jesuitas son eliminados paulatinamente de las naciones europeas hasta conseguir de la misma Santa Sede su supresión, cosa que ocurre en 1773.
En Sevilla, aquella madrugada fueron tomadas las seis casas de la Compañía por tropas divididas en piquetes y guiadas por ministros de justicia. Al amanecer, cuando abrieron las puertas, se llevaron la sorpresa de sentirse asediados. Los soldados penetraron en los edificios, dejando centinelas en las porterías. Cada comandante de tropa tomó las llaves de la casa que ocupó, que les fue entregada sin resistencia. El Asistente llegó al Colegio de San Hermenegildo, acompañado de un ayudante y cuatro escribanos. Notificó la real orden a los jesuitas, reunidos en comunidad, visitó toda la casa, clausuró la iglesia, archivo y pro­cu­raduría, recogiendo todas las llaves. Y así, con las mismas diligencias, recorrió las demás casas jesuíticas de la ciudad. 
Los jesuitas quedaron recluidos en las casas, sin comunicación exterior, a la espera de la expulsión. Esta vino unos días después. «Llegado el día 10 sin haberse podido encontrar número suficiente de carruajes, se dispuso conducirlos embarcados. Sacaron a los PP. de sus respectivas casas a las doce de la noche, y los condujeron a pie, en comunidad, escoltados por los soldados de guardia, dirigiéndolos al muelle, donde en número de ciento veinte, se embarcaron en dos navíos a las tres de la madrugada, y se hicieron a la vela para Sanlúcar de Barrameda» (Guichot). De ahí fueron llevados al Puerto de Santa María y embar­cados con destino a los Estados pontificios.
Al día siguiente, 11 de abril, se publicó en Sevilla la Real Pragmática de Extrañamiento de los PP. Jesuitas y los sevillanos se pudieron enterar al fin de la causa de tan cruel medida. El primer pregón se tuvo a la puerta del Ayuntamiento, el segundo delante de la Audiencia y los demás ante las puertas de las casas de la Compañía de Jesús y lugares públicos más concurridos. Las casas, abandonadas y silenciosas, serán ocupadas para otros menesteres. Distintas corporaciones locales buscaron el favor regio para gozar de alguno de estos edificios.
Los jesuitas tenían estas casas en Sevilla en el momento de su expulsión: Casa Profesa (1557); Colegio de San Hermenegildo (1580); Colegio de San Gregorio o de Ingleses (1592); Casa Noviciado de San Luis (1609); Colegio de la Concepción o de Irlandeses (1612); Colegio de las Becas (1620).
Suprimida la Compañía de Jesús por Clemente XIV en 1773, sobrevive en Rusia por autorización verbal de Pío VI, hasta que fue oficialmente restablecida en 1801, por petición del zar Paulo I a Pío VII. En 1804 se restablece en Nápoles. Y luego, por los trabajos de san José Pignatelli, zaragozano, se fue preparando el camino para la restauración total, que llegó, muerto ya en 1811 el santo restaurador, por Pío VII en 1814.
Fernando VII permite la venida de los jesuitas a España y en 1816 llegan algo más de un centenar de los supervivientes de la supresión. Ya el año anterior, Sevilla fue la primera ciudad que solicitó su presencia por medio del cabildo secular, pero al llegar encontraron no pocas dificultades en recobrar siquiera una de las seis casas que habían tenido antes de la expulsión.
Al fin consiguieron la Casa Noviciado de San Luis que hubieron de desalojar, no sin cortapisas, los franciscanos de San Diego. El 23 de abril de 1817, tomaron posesión de la Casa Noviciado y el 24 de mayo llegaron los primeros novicios. Esta casa sería dedicada para plantel de jesuitas «que propagasen la instrucción de la sólida piedad y de las letras en estos reinos y en los de Indias». Al mismo tiempo abrieron unas escuelas anejas a este edificio, que ya habían tenido antes de la expulsión. Pero tres años más tarde, en la revolución de Riego de 1820, fueron desterrados de nuevo por las Cortes.
Vuelven en 1823. En Sevilla abren dos colegios, uno en San Luis, donde se encuentra la primera residencia, para primeras letras, y otro de gramática en un patio de la Universidad, antigua Casa Profesa, pero sin comunicación con la Universidad.
Pero es inminente una nueva disolución: en 1835, la Compañía es disuelta por las Cortes. Con el concordato de 1851, la Compañía es reconocida nuevamente en España pero solamente como orden misionera. En 1854, durante el bienio progresista, son expulsados una vez más. Cuando acaba este gobierno revolucionario en 1856, la Compañía adquiere reconocimiento de pleno derecho. En Sevilla se formó entonces una residencia con los jesuitas dispersos y alquilaron una casa en la calle San Luis frente al noviciado.
En 1862 compraron a un marqués una casa en la calle Lista, donde se traslada el grueso de la comunidad desde San Luis. En 1865, el cardenal de la Lastra les cedió la iglesia de San Francisco de Paula, más céntrica que la iglesia de San Luis y más cercana a la nueva residencia. Pero es inminente un nuevo destierro.
Con la revolución septembrina de 1868, nueva expulsión. Sólo permanecieron los dos capellanes del Hospicio Provincial de la calle San Luis. La iglesia de San Francisco de Paula, de la calle de las Palmas (actual Jesús del Gran Poder) fue de las primeras en ser incautadas. El Ministerio de Hacienda la sacó a pública subasta. La compraron unos corredores, que la vendieron, a su vez, a unos protestantes.
En 1869 vivían dispersos por la ciudad una veintena de jesuitas. Sólo se mantenía la pequeña comunidad del Hospicio de San Luis, compuesta de dos padres, que utilizaban para las funciones religiosas la preciosa iglesia del antiguo noviciado.
En marzo de ese año, ya serenados los ánimos revolucionarios, el P. Francisco Fernández alquiló una casa en el Barrio de Santa Cruz frente al convento de las Teresas y abrió un colegio. Para el curso 1870-71, el número de alumnos había aumentado considerablemente y se hacía necesario un lugar más amplio. Pasó a la calle Argote de Molina y abrió un colegio de segunda enseñanza que tuvo gran aceptación, el «Colegio Libre del Inmaculado Corazón de María». Duró hasta 1882, que se trasladó con todos sus enseres, biblioteca y profesores al nuevo colegio de El Palo de Málaga. Sevilla se quedó sin colegio de jesuitas hasta unos años más tarde. Por otra parte otros padres abrieron casas alquiladas y se formaron en comunidad.
En 1877, los jesuitas de Sevilla, con unos 39 religiosos, se distribuían por cuatro casas: el Hospicio de San Luis, la residencia de la calle Peñuelas, el colegio de Argote de Molina, y la residencia del Hospital de San Juan de Dios.
Disuelta la comunidad del Hospicio de San Luis en 1881 y cerrado el colegio de la calle Argote de Molina en 1882, vino como un apagamiento de la presencia jesuítica en Sevilla hasta que en 1887 adquirieron la iglesia de San Francisco de Paula, que ya habían regentado con anterioridad. La residencia estaba separada del templo por dos casas en las que se construyó en 1906 la actual residencia. La antigua fue utilizada para círculo de obreros y casa de ejercicios.
En 1905 abría sus puertas el Colegio del Inmaculado Corazón de María, en la plaza de Villasís, que fue incendiado el 11 de mayo de 1931. En febrero de 1932 es disuelta la Compañía de Jesús en España por las Cortes de la II República. Vuelven en 1939, una vez finalizada la guerra civil, y abren de nuevo la Residencia y el Colegio de Villasís. Este pasa a Portaceli en el curso 1949-50...
Comenzamos describiendo una primera expulsión de los jesuitas en tiempos de Carlos III y ha sufrido posteriormente, si no he contado mal, otras cinco más. Todo un récord.