domingo, 14 de febrero de 2016

Los juglares del púlpito

El P. Damián de Lugones, guardián del convento de San Francisco de Sevilla y provincial de Andalucía en el primer tercio del siglo XVII, tiene una obrilla que tituló «Los juglares del púlpito» y es sustanciosa y divertida, tanto como el «Fray Gerundio de Campazas» del jesuita P. Isla, escrita un siglo posterior.
Ahora que con la Cuaresma abundan los quinarios de las Cofradías a la busca de clérigos sermoneros que canten las glorias de sus imágenes veneradas, se me ocurre recoger algunas cosas curiosas y divertidas de otros tiempos, para no incidir en los momentos actuales.
Comienza Lugones en su tratado a considerar los alifafes del predicador, es decir, los achaques aunque leves que le pueden suceder «antes del parto, en el parto y después del parto» del sermón, sugiriendo, en una época en que duraban al menos una hora, el «Sermón de dos bb» (breve y bueno).
Alifafes de antes del parto: que le pidan el sermón con poco tiempo de antelación y llueva el día de la predicación.
Alifafes mientras predica el sermón: que el púlpito no tenga peana siendo el predicador enano, que llore un niño sin poderlo sacar fuera, y que dormiten, hablen o se vayan los oyentes.
Alifafes después del sermón: mala y corta paga.
Recuerda Lugones las peripecias de aquel predicador en la festividad de Nuestra Señora del Rosario, en San Ildefonso de Madrid, en presencia de los príncipes e infantes:
–Tomó un texto conveniente a la Señora, y el sermón se esperaba que fuese conveniente a la festividad. El orador habló sucesivamente de la Señora a los pies de la Cruz en el Calvario, de las bodas de Caná, del paso del mar Rojo, del juicio universal, de la confesión, de la multiplicación de los panes, del Arca de la Alianza, del Purgatorio, de la resurrección de Lázaro, de la bestia del Apocalipsis, del perdón de las injurias, de san Francisco, del faraón, del leproso de la piscina, del cielo, del sol, de la luna, de las estrellas, del mar, de las tempestades, de los truenos, de la primavera, de las flores, de la variedad de plumajes de los pájaros, de los leones, de los animales, etc. A todo se pasó revista con el cortejo de las compasiones más bizarras. De tiempo en tiempo, sin saber a qué venía, se hallaba Nuestra Señora mezclada en esta tan mal combinada compañía. Después de haber estado hablando una larga hora, ya por fin tocó el asunto de su sermón el predicador; y uno de los señores de la Corte, más distinguido por sus bien cultivados talentos que por sus empleos, el marqués Scoty, oyendo que el orador tocaba el asunto, dijo en alta voz a los que junto a él estaban: ¡En fin, ya tenemos el hipótesis! Pero esto fue todo lo que tuvo, porque este hipótesis fue la penúltima frase del sermón.
Dirá el P. Lugones más adelante:
–Todos estos azotacalles espirituales, sobradamente merecen ser comparados al abogado de Marcial, que decía muchas cosas, todas fuera de su propósito, y en el hecho del pleito no hablaba palabra; hablaba con calor de las violencias, de las muertes, de los envenenados, de la batalla de Cannas, de la guerra de Mitrídates, de las infracciones de Aníbal, de la guerra púnica, de las guerras civiles de Silas y de Mario, del insulto que Mucio Scévola hizo a Porsenna, rey de Etruria; pero no hablaba de las tres cabras que a Marcial había robado su vecino, que era el asunto del pleito. ¿No es esto lo que hacen nuestros predicadores, y, sobre todo, nuestros panegiristas?...
Quizás lo siguiente tenga todavía actualidad. Al menos, a mí me suena…
–¿Hay alguna cosa más digna de llanto de los católicos, más injuriosa al Evangelio, más indigna del púlpito, que el modo de predicar en las festividades de nuestras cofradías, congregaciones, octavas de santos? Aunque el orador hubiera igualado, excedido en elocuencia al Crisóstomo, a Fr. Luis de Granada, al Maestro Ávila, aunque hubiera movido, edificado, convertido a muchos de los oyentes, si no ha hecho un largo elogio de la congregación, de la cofradía, de los mayordomos, del altar, de la iluminación, de las flores de talco, o de papel mascado que están en el altar, de las luminarias, de las campanas, de los timbales, de la música, del árbol de fuego, de los cohetes, etc., su sermón no vale nada, su sermón es despreciado…
Hubo un prelado –no dice quién fuera el P. Lugones– que asistía con su cabildo catedral al sermón de un predicador en la octava del Corpus. Era costumbre, en el exordio, comenzar con una frase del Evangelio o de las escrituras, que fuera como la tesis que ha de desarrollar. Pero el orador susodicho comenzó con un vulgar refrán:
–Media vida en la candela, pan y vino la otra media.
Y el obispo le dijo:
–Bájese, Padre, que para predicar así más vale que no se predique.
Recuerdo yo el inicio de un sermón en la misa de un misacantano. Le predicaba un compañero y eran los tiempos aquellos posteriores al Concilio. Soltó una frase del Evangelio como exordio de su sermón, y se le ocurrió decir a continuación:
–Palabra de Dios.
Todo el pueblo contestó:
–Te alabamos, Señor.
Y los fieles se levantaron e iniciaron el Credo. Aquella frase evangélica fue todo lo que pudo balbucear el predicador. Resultó ser un sermón de dos bb: breve y por lo brevísimo bueno.

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