miércoles, 10 de febrero de 2016

Brazo en alto

En la década de los 40 del siglo pasado había dos mundos contrapuestos que se distinguían por el saludo simbólico de alzar el brazo a la romana o levantar el puño. Unos eran nazis o fascistas; los otros, marxistas y comunistas.
Las dos posturas me causan igual repugnancia. Y las dos tienen tras de sí millones de víctimas en una Europa martirizada por ambas ideologías, más por los millones de víctimas la Rusia comunista de Stalin que la Alemania de Hitler, siendo como son dos personajes igualmente repugnantes.
Lo curioso es que mirando al interior de nuestra tierra, el puño en alto sigue apareciendo por grupos de extrema izquierda como si fuera un símbolo de progresía y libertad. Ahí están los podemitas que exhiben el puño en alto como si tal cosa. Y a mí esto –lo confieso– me produce repelús.

  
La España de Franco, en sus inicios, llevada por la Falange, adoptó el saludo fascista del brazo en alto. Cosa que todos hacían y que fue diluyéndose cuando se vio que la Alemania de Hitler perdía la guerra.
Ya en 1944, cuando los obispos también levantaban el brazo, el cardenal Segura, arzobispo de Sevilla, prohibió que se levantara el brazo como saludo al paso de los Cristos de la Semana Santa. Fue quizás el único o de los pocos obispos que jamás levantó el brazo.
Pero el saludo era cosa normal en todos los estamentos políticos y clericales.
Cuenta Vizcaíno Casas en La España de la Posguerra:
–El saludo nacional –brazo en alto– se impuso rigurosamente. La prensa de aquellos primeros días de abril del 39, recordaba macha­conamente que se trataba de «la expresión de un afán imperial». Y el himno nacional sonaba de continuo: antes del paseíllo en las corri­das de toros, con los equipos formados para empezar un partido de fútbol, en los descansos de las sesiones cinematográficas y al ter­minar las funciones teatrales. También se dejaba oír por los altavo­ces instalados en las calles y en las plazas, cuando terminaba la emi­sión informativa de Radio Nacional. Y todo el mundo se cuadraba, alzaba el brazo y lo escuchaba en rigurosa posición de firmes. Que­daban bien los futbolistas alzando el brazo; no encajaba demasiado en los toreros, que tenían que mantener el brazo izquierdo cruzado, sujetando el capote de paseo. Y resultaba un puro desastre en la clase episcopal. Las fotografías de los obispos saludando brazo en alto son poemáticas; quizá significativas. Porque nunca lo extendían airosamente, totalmente; lo dejaban encogido, como en un término medio, como en un quiero y no puedo, como en una demostración tímida e incompleta de adhesión a las formas del Estado Nuevo.
El padre José María de Llanos, jesuita, cuenta en la revista Hechos y Dichos, mayo de 1975, la visita del general Millán Astray, en el verano de 1939, a la casa de formación de los jesuitas en la antigua cartuja de Granada:
–El entusiasmo ante Millán era común, y el aplauso cerrado. Él decía de la pasada cruzada y sus maravillas. Un escalofrío nos sacudía a la abigarrada clericalidad juvenil. El Imperio, según el general, estaba a la mano y constituía un deber. Más de una hora con no sé cuántos gritos y aclamaciones. Había que terminar lanzando los himnos. Primero el de los legionarios; era el suyo, de él; después, brazo en alto, el Cara al sol. Pero tenía que haber más. «Ahora, el de vuestro san Ignacio, el capitán; pero también brazo en alto, a lo fascista». Entusiasmo. Por último: «Y ahora, eso que cantáis, que tanto me gusta, eso del amor y no sé qué..., amor y amores... Bueno, pero ¡de rodillas!, brazo en alto». Asombro, pero satisfacción. Cerca de doscientos clérigos, incluidos algunos teólogos de más de setenta años, se postran, alzan el brazo y, con Millán Astray como primera voz, nos arrancamos fervorosos con el Cantemos al amor de los amores... A su despedida, lo acostumbrado: el teologuillo que se acerca: «Mi general, le vi una vez desde las trincheras, he hecho la guerra durante los tres años, ¡a sus órdenes!». Y Millán, que tira de la cartera y saca mil pesetas —¡de entonces!—: «Toma, para que te emborraches».
Millán Astray, genio y figura, fundador de la Legión, tuerto de un ojo y manco de un brazo, fue también quien en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, en la celebración del Día de la Hispanidad, en presencia de distintas personalidades franquistas, Miguel de Unamuno y el claustro de profesores, el obispo de Salamanca Pla y Deniel, e incluso Carmen Polo, la esposa de Franco, lanzó aquel grito de «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!».
José María Pemán, también presente, dijo:
–¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!
Y Miguel de Unamuno, rector de la Universidad, vivamente enfadado, exclamó:
–Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.
¡Pensar en España! Tal cosa me gustaría de los políticos de ahora.

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