viernes, 31 de julio de 2015

Nació de la inspiración de una mula

Pudo muy bien montar en un caballo trotón, como el Rocinante de don Quijote. Pudo cabalgar en un asno, como el Rucio de Sancho Panza. O tal vez en una mula, ese híbrido estéril cruce de yegua y burro. En definitiva, montado iba en una cabalgadura.
Cuenta el jesuita P. Rivadeneira (capítulo III del libro I de la «Vida de San Ignacio») que salió Íñigo de Loyola de su Azpeitia natal, solar de Loyola, camino de Montserrat, allá por el año de gracia del Señor de 1522, y se «topó acaso con un moro de los que en aquel tiempo quedaban en España en los reinos de Valencia y Aragón» y «comenzaron a andar juntos, y a trabar plática y de una en otra vinieron a tratar de la virginidad y pureza de la glo­riosísima Virgen Nuestra Señora».


Al separarse el moro y caminar delante de Íñigo de Loyola, quedó este «muy dudoso y perplejo en lo que había de hacer; porque no sabía si la fe que profesaba y la piedad cristiana le obligaba a darse priesa tras el moro, y alcanzarle y darle de puñaladas por el atrevimiento y osadía que había tenido de hablar tan desvergonzadamente en desacato de la bienaventurada siempre Virgen sin mancilla».
Embargado en estos pensamientos, llegó a un cruce de caminos y dejó las riendas sueltas para que su mula tomase el camino que quisiese. Para encontrarse de nuevo con el moro y matarle a puñaladas o para no hacerle caso y seguir por el otro camino. Y quiso Dios que la cabalgadura dejase «el camino ancho y llano por do había ido el moro» y se fuese «por el que era más a propósito para Ignacio».
Y Miguel de Unamuno, vasco como Íñigo de Loyola, viene a sentenciar en su libro «Vida de don Quijote y Sancho»:
–Ved cómo se debe la Compañía de Jesús a la inspiración de una caballería.
Más adelante, al referir Unamuno la batalla que sostuvo don Quijote con un gallardo vizcaíno, concluye su disertación:
–¿Cómo contemplando a un vasco, y de Azpeitia, no recordar una vez más a aquel otro caballero andante, vasco, y de Azpeitia también, Íñigo Yáñez de Oñaz y Saénz de Balda, del solar de Loyola, fundador de la Milicia de Cristo? ¿No culmina en él nuestra casta toda? ¿No es nuestro héroe? ¿No lo hemos de reclamar los vascos por nuestro? Sí, nuestro, muy nuestro, muy más nuestro que de los jesuitas. Del Íñigo de Loyola han hecho ellos un Ignacio de Roma, del héroe vasco un santón jesuítico. ¡Lástima de mula que montaba el héroe!
Pues sí, una mula, o vete a saber qué otra caballería, fue la «culpable» de la fundación de la Compañía de Jesús. Decisión dejada a un irracional animal que tomó el camino correcto que llevó a Íñigo de Loyola a Montserrat y le impidió matar al moro.
Hoy, 31 de julio, es la festividad de san Ignacio de Loyola. Los jesuitas, desde hace unos años, están promoviendo el Camino Ignaciano, que no es otro que esa peregrinación que hizo el santo fundador de la Compañía de Jesús, desde su Azpeitia natal hasta Manresa. 700 kilómetros que se recorren en 27 etapas y viene a ser como otro Camino de Santiago, pero siguiendo la experiencia espiritual de Ignacio de Loyola. Y recorriendo en su larga ruta lugares como Aránzazu, Laguardia, Navarrete, Logroño, Calahorra, Tudela, Zaragoza, Lérida, Verdún, Montserrat y… Manresa.
El 25 de marzo de 1522, Ignacio de Loyola bajó de Montserrat a Manresa y vivió durante once meses en una cueva cerca del río Cardener. Allí tuvo una fuerte experiencia espiritual, fruto de la cual fue su «Libro de Ejercicios Espirituales». «Ir a Manresa» para los jesuitas es como acudir a la fuente de la espiritualidad ignaciana y jesuítica. Allí, en la Cueva de Manresa, Ignacio tuvo una visión, según se cuenta en su «Autobiografía»…
–Y mientras estaba allí sentado, se le empiezan a abrir los ojos del entendimiento. No es que viese alguna visión, sino que entendía y conocía muchas cosas con una iluminación tan grande que todo le parecía nuevo.
Este 31 de julio es el comienzo del primer Año Jubilar del Camino Ignaciano. El segundo se celebrará en los años 2021 y 2022, con motivo del V Centenario de la conversión y peregrinación de san Ignacio de Loyola, que hemos comentado. Si para Ignacio fue un camino de conversión, ¿por qué no puede ser cinco siglos después un camino de reconciliación de muchas personas?
Felicidades a mis amigos jesuitas y deseo de corazón que arraigue este Camino nuevo de espiritualidad que la Compañía ha puesto en marcha.

lunes, 27 de julio de 2015

La manía del perdón histórico

En el reciente y extraordinario viaje del papa Francisco a tres países de Hispanoamérica, hubo una frase suya que me chirrió en los oídos. La dijo en Bolivia ante ese dictadorzuelo indígena Evo Morales, pidiendo perdón «por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América». Quise escribir entonces sobre esto, pero me contuve ante la regañina que me iba a dar una buena amiga monja argentina, que me hubiera dicho:
–¡A mi papa Francisco, ni tocarlo!
Pero quien lo ha tocado, y corroboro sus palabras, ha sido el escritor Juan Manuel de Prada en la revista «XL Semanal» del diario ABC de ayer domingo. Lo titula «Pedir perdón». Y dice:
–No entraremos aquí a señalar, por archisabidos, los peligros de enjuiciar acontecimientos pretéritos con mentalidad presente. Señalaremos, en cambio, que como cabeza de la Iglesia el Papa sólo puede pedir perdón por los crímenes que haya podido perpetrar o amparar la institución que representa; pues hacerlo por los crímenes que pudiera perpetrar o amparar la Corona de Castilla (luego Corona española) es tan incongruente como si mañana pidiese perdón a los sioux por los crímenes perpetrados por Búfalo Bill. Además, el Papa sólo puede pedir perdón por crímenes que la Iglesia haya podido cometer institucionalmente, con el amparo de leyes eclesiásticas, no por crímenes que hayan podido perpetrar por su cuenta clérigos más o menos brutos, salaces o avariciosos; pues pedir perdón por acciones particulares realizadas en infracción de las leyes emanadas de la instancia suprema es un cuento de nunca acabar que no sirve para sanar heridas, sino tan sólo para excitar el victimismo de los bellacos.
Y continúa:
–Yo vería muy justo y adecuado que la reina de Inglaterra o el rey de Holanda pidieran perdón por los crímenes institucionalizados que se realizaron por sus antepasados, donde los nativos –por ejemplo– tenían vedado el acceso a la enseñanza (en las Españas de Ultramar, por el contrario, se fundaron cientos de colegios y universidades), o donde no estaban permitidos los matrimonios mixtos (que en las Españas de Ultramar eran asiduos, como prueba la bellísima raza mestiza extendida por la América española), porque sus leyes criminales así lo establecían. Pero me resulta estrafalario que el Papa pida perdón por crímenes cometidos por españoles a título particular, y en infracción de las leyes promulgadas por nuestros reyes. Porque lo cierto es que los crímenes que se pudieran cometer en América fueron triste consecuencia de la débil naturaleza caída del hombre; pero no hubo crímenes institucionalizados, como en cambio los hubo en Estados Unidos o en las colonias inglesas u holandesas, pues las leyes dictadas por nuestros reyes no solo no los amparaban, sino que por el contrario procuraban perseguirlos.
Esto de pedir perdón histórico lo inició Juan Pablo II al acercarse el año 2000. Comenzó a pedir perdón por todo al finalizar el II Milenio: las Cruzadas, la Inquisición, Galileo…. Que sea así, pero ya está bien, cuando ninguna otra institución del mundo ha hecho lo mismo. Y menos enflautar los oídos de un Evo Morales, que no valora la labor evangelizadora de nuestros misioneros en la América hispana.
Recuerdo que al llegar el año 1992, Quinto Centenario del descubrimiento de América, celebramos esa hermosa aventura hacia lo desconocido que se inició en el puerto de Palos (Huelva), donde tres cascarones de madera se dieron a la mar océano, adentrándose en las tenebrosas aguas más allá del Finisterre, al socaire de la loca idea de un marino genovés. La empresa estaba financiada por la reina de Castilla, Isabel la Católica. Y la tripulación, gente bragada de nuestra Andalucía.
Pues resulta, para los historiadores revisionistas norteamericanos, que Colón fue un invasor. (¡Y lo dicen ellos, precisamente ellos!). Lo de Colón no fue una «proeza», fue una «barbaridad» y la celebración del Quinto Centenario una «farsa».
Colón dio inicio al colonialismo moderno, según Ricardo Levins, y se convierte en un monstruo que arruinó el paraíso perdido, según el historiador Kirpatrick Sale, que ha escrito La conquista del paraíso, aprovechando la coyuntura del tema con un contenido escandaloso que le ha proporcionado sus buenos dólares. Él parte de una interpretación «ecológica» de la Historia. Ahora que la interpretación marxista de la Historia se encuentra en el cubo de la basura, nos viene este nuevo enfoque ecológico que desea interpretar con mentalidad de hoy los sucesos acaecidos hace quinientos años. «América –nos dice– estaría hoy mucho mejor sin la intervención europea. Con Colón no sólo se destruyó el mundo y la naturaleza de los indios sino también la relación cuidadosa y respetuosa que existía entre ellos y su entorno». El Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos se unió también a esta orquesta y calificó la llegada de Colón como una «invasión». A esta nota no se unieron los obispos católicos norteamericanos, que redactaron un documento más sensato.
¡Pobre Colón, la de tortas que le vinieron encima! ¿No les parece que la historia de este hombre es más sencilla? Tuvo una genial idea y logró un sponsor (ahora se dice así) en la reina Isabel la Católica y un pueblo que lo realizó. Barbaridades hubo, claro que sí, y ahí están, entre otras, las denuncias de ese sevillano que se llamó Bartolomé de las Casas. Pero no echen las culpas a Colón, que fue sencillamente un navegante avezado, y le inculpen aviesamente de invasor, como si hubiera programado sádicamente esta incursión continental desde la Casa Blanca de hace quinientos años.
Francia, cómo no, se unió también a esta orquesta. Y por ahí apareció el diario Le Figaro con un amplio dossier, donde la malevolencia se unió a la ignorancia. Franceses y norteamericanos se podrían mirar su propio ombligo, que debe andar bastante lleno de pelusas históricas. Y aplicarse la interpretación «eco­lógica» a ellos mismos. El corazón de Europa no latía en 1492 en Italia, Francia o Inglaterra, sino en España, dicen estos franceses. Por ello no se sienten responsables de esta «tragedia»...
En fin, papa Francisco, argentino vos, como en su tierra se dice. Eres un tío maravilloso y nos estás dando días de gloria a la Iglesia católica, pero a veces se pasa usted… ¡Qué quiere que le diga, Santidad!

viernes, 24 de julio de 2015

Isabel la Católica en Sevilla

La reina Isabel la Católica entró en Sevilla el jueves 24 de julio de 1477. Era la primera vez que pisaba la ciudad. No traía tropas, sólo su séquito personal, con algunos grandes de su Consejo, entre ellos el arzobispo de Sevilla, cardenal González de Mendoza. En la puerta Macarena «fue recibida con grande solemnidad e placer de los caballeros, clerecía, ciudadanos, e generalmente de todo el común de la ciudad; e para este recibimiento ficieron grandes juegos e fiestas que duraron algunos días» (H. Pulgar). Incluso subió a la Giralda «e holgosse grandemente ca la ciudad se muestra de allí como cossa nueva e nunca vista; e dijo la Reyna que no había tal en sus reinos e señoríos».


Fueron unos días de respeto por parte de la reina. Pero todos sabían a lo que había venido. Corría la voz que «venía a castigar rigurosamente y que traía propósito de desarraigar los bandos a toda costa de severidades» (Zúñiga). Hasta cuatro mil sevillanos, se cuenta, desaparecieron como por ensalmo, unos a tierras de moros, otros a Portugal, para huir de las justicias de la reina.
El desgobierno de la ciudad era un clamor que se oía en todos los rincones del reino, y la ciudad, dividida entre guzmanes y ponces, un duelo que duraba ya un siglo. Una guerra civil entre facciones armadas, dividida la ciudad unos al grito de «¡Niebla!» y otros al grito de «¡Ponce de León!». Don Enrique de Guzmán, duque de Medinasidonia, estaba en posesión del Alcázar, que rindió a la reina, y había echado de la ciudad a su mortal enemigo don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, que tenía su refugio en los castillos de Alcalá de Guadaira y Jerez.
La reina Isabel comenzó a impartir justicia en una gran sala del Alcázar. Todos los viernes. Sentada «en una silla cubierta de un paño de oro, puesta en estrado de gradas altas», bajo ella los prelados y caballeros a un lado y al otro los doctores de su Consejo. Enfrente, los secretarios que tomaban las peticiones de los agraviados y ofrecían una relación de sus quejas a la reina.
Cuando el 13 de septiembre entró Fernando el Católico, «recibido con las mismas demostraciones que la Reyna, y mayores regocijos», la ciudad ya sabía de las justicias de la reina. «E con estas justicias que mandaba executar era muy amada de los buenos, e temida de los malos».
La severidad de los castigos fue tanta en los días primeros que movió al obispo de Cádiz, don Pedro de Solís, provisor del arzobispado por el cardenal Mendoza, a acercarse a la reina y exponerle los temores de la ciudad. Fue un largo discurso que recoge Hernando del Pulgar en su Crónica:
–Verdad es, muy excelente Reina y Señora, que Nuestro Señor tan bien usa de la justicia como de la piedad, pero de la justicia algunas veces y de la piedad todas veces; porque si siempre usase de la justicia según siempre usa de la piedad, como todos los mortales seamos dignos de pena, el mundo en un instante perecería... la Sacra Scriptura está llena de loores ensalzando la piedad, la mansedumbre, la misericordia e la clemencia, que son títulos e nombres de Nuestro Señor... Porque el rigor de la justicia vecino es de la crueldad, e aquel príncipe se llama cruel, que aunque tiene causa no tiene templanza en el punir.
La reina acogió benevolente las palabras del obispo, pero respondió que no podía negar justicia a los que reclamaban ante ella los agravios recibidos.
Y el obispo le dijo:
–Señora, muchos de los que aquí vienen a vos suplicar por piedad son los mismos que os demandan justicia; pues aquellos que las sufrieron, también las cometieron...
En definitiva, que en Sevilla todos eran tan agraviadores como agraviados y el que estuviese libre de pecado que arrojase la primera piedra.
Pasados unos días, y oído su Consejo, la reina ordenó publicar perdón general, para todos los vecinos de Sevilla y de su tierra y arzobispado, «de todas las muertes y excesos e crímenes por ellos cometidos fasta aquel día, excepto el crimen de herejía. E ansimesmo, que fuese restituido lo robado a la persona a quien fue tomado en aquel tiempo que se fallase. Mandó ansimesmo a ciertos homes que habían cometido feos crímenes, que fuesen desterrados de la cibdad e de su tierra, dellos para siempre, dellos por algún tiempo, según la calidad de sus excesos. E con este perdón tornaron a la cibdad de Sevilla e su tierra más de quatro mil personas que andaban fuidos por miedo de la justicia».
Quedaba por resolver otro problema. El duelo irreconciliable entre las dos casas grandes de Sevilla.
El duque de Medinasidonia había protestado, de acuerdo con los conversos, de la implantación de la Santa Hermandad. Pero sabiendo que la reina doña Isabel no estaba dispuesta a tolerar los tiempos calamitosos de su hermano Enrique IV, aplaudió ladinamente las justicias de la reina. Pero el problema de los continuos bullicios en Sevilla no estaba en los judíos o en los conversos. El grave problema de Sevilla se hallaba en esa víbora traidora que se llamaba marqués de Cádiz. ¿Acaso no estaba casado con la hermana del marqués de Villena?, sugiere el duque a la reina. Si no ha podido luchar a su lado en la guerra contra Portugal ha sido por defender la ciudad de Sevilla de ese tirano de marqués. Además, él estaba allí, rindiendo pleitesía a la reina y puestos sus castillos a su disposición. ¿Dónde estaba el marqués?
La reina, al oír estos razonamientos, concibió «alguna indignación contra don Rodrigo».
Existía una lucha sostenida entre el duque de Medinasidonia y el marqués de Cádiz desde unos años atrás cuando el marqués saqueó la ciudad y unos sabuesos prendieron fuego a la iglesia de San Marcos para sacar a partidarios del duque que se habían refugiado en ella. La ciudad se puso a favor del duque y, a toque de campanas, se lanzó contra el marqués, que fue expulsado de Sevilla.
Desde entonces la guerra, cuatro años ya, no había cesado. El duque refugiado en Sevilla, el marqués merodeando y buscando batalla.
El marqués supo del enfado de la reina y tomó una resolución heroica. No huir. Presentarse ante ella. Y así hizo.
A la caída de una tarde de agosto, a caballo y acompañado de un criado, entró en la ciudad y se encaminó al Alcázar. La reina estaba ya retirada en su cámara. Al ser avisada de que don Rodrigo la esperaba, salió a recibirle.
El marqués se inclinó respetuosamente y le dijo:
–Vedesme aquí, Reina muy poderosa, en vuestras manos e si a Vuestra Real majestad ploguiere, mostraré mi inocencia...
Una simpatía cordial se transmitió del uno al otro. Don Rodrigo logró el perdón de la reina, con harto disgusto del duque, y puso sus castillos a su disposición.
Sevilla ha sido pacificada. Su tierra también. Fernando e Isabel acuden a la catedral. Suspiran por un príncipe. Y éste llegó. Concebido en el Alcázar en el otoño sevillano, nació en junio de 1478 en Sevilla el príncipe don Juan, esperanza de los reinos de Castilla y Aragón.


miércoles, 15 de julio de 2015

El alzacuello

Ha aparecido en la revista norteamericana Homiletic & Pastoral Review un artículo titulado: «Por qué un sacerdote debería llevar alzacuello», por Charles M. Mangan, mariólogo y escritor espiritual de la diócesis de Sioux Falls, que trabajó ocho años en Roma en la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, y Gerald E. Murray, juez eclesiástico y párroco en la archidiócesis de Nueva York. Y esgrimen 23 razones por las que todo sacerdote debería llevar alzacuello.


 Confieso al mariólogo y canonista norteamericanos que, a lo que parece, no cumplo ninguna de sus 23 razones, sencillamente porque nunca llevo alzacuello.
En 1982, el cardenal Ugo Poletti, vicario de la diócesis de Roma, emitió una carta circular para exigir que el clero y religiosos de Roma volvieran a vestir sotanas y hábitos, al menos clergyman. Daba esas normas para responder a una petición que el papa Juan Pablo II le hacía en una carta del 8 de septiembre de 1982.
Ugo Poletti es más comedido que los americanos. Solo dio 5 razones de la obligación de usar hábito talar.
Un capuchino suizo, el padre Walbert Bühlmann, le contestó enseguida haciéndole notar lo absurdo de esas exigencias en un mundo en el que había otros enormes problemas de pobreza, marginación, alejamiento de la fe, etc., que eran los verdaderos retos de la Iglesia.
Entre otras cosas le decía:
–Todos estamos de acuerdo que muchas cosas están mal en la Iglesia y en la ciudad de Roma. Pero ¿se atreve usted a pensar que mejorarán por el hecho de que en lugar de 5.000 pasarán a 10.000 las personas con hábito religioso por las calles de Roma?... ¿Se acuerda usted que ya hace 12 años, en un sondeo popular se puso de relieve el hecho de que los Monseñores del Vaticano gozaban de la menor simpatía entre el pueblo romano? ¿Por qué entonces imponer el modo de ver y de vestirse de aquellas «Eminencias y Excelencias» a todo el clero? ¿Qué cosa diría Jesús frente a esas cinco leyes, él que no podía soportar la casta de los fariseos con su vestido religioso? Dilatant enim phylacteria sua et magnificant fimbrias [Alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto] (Mt 23,5)… Usted elogia a aquella «juventud magnífica» que ama el llevar de nuevo el hábito religioso. Pero, ¿no son estos tradicionalistas, verticalistas, integristas, un poco a la manera de los seminaristas de Lefebvre, que están hastiados del mundo y que, en lugar de empeñarse por un mundo justo, se refugian en la Iglesia, en el hábito religioso y en la oración? ¿Es esta victoria del ala derecha de la Iglesia una verdadera victoria o no más bien una victoria de Pirro que aísla la Iglesia siempre más al mundo que seguirá su camino sin la Iglesia? ¿Cómo será juzgada por la historia esta medida, este volver atrás? ¿Tal vez como es juzgado hoy el esfuerzo antimodernista de principios de este siglo?
Estas normas del vicario de la diócesis de Roma tuvieron escasa acogida. Tan solo la de los religiosos conservadores que se llenaron de alegría porque finalmente todos debían salir a las calles de Roma agitando las «sagradas lanas», como algunos en Italia llamaban a los hábitos. Ugo Poletti, al ver que sus disposiciones eran ignoradas, escribió una segunda circular a los superiores de las comunidades religiosas y a los rectores de las universidades pontificias para que exigieran a sus súbditos o alumnos el cumplimiento de sus ordenanzas.
Ugo Poletti tuvo que darse por vencido. Incluso circuló por Roma una carta satírica, falsamente atribuida al cardenal, donde se hablaba de cómo debía ser la ropa interior de los religiosos y de los clérigos.
Y es que hay cosas insustanciales a finales de siglo XX, cuando Ugo Poletti quiso cuadrar al clero de Roma, y ya en el siglo XXI, cuando todavía existen obispos cuya preocupación fundamental, al parecer, es ir con el dedo extendido señalando al clérigo que no lleva alzacuellos.
Creo que en Sevilla tan solo circula ya con sotana mi querido amigo José Polo, «Polito», pequeño pero buena persona. Es la gloria de nuestro clero mayor. El clero joven, veo, va todo él uniformado con alzacuellos. Pues muy bien. Aunque yo no lo llevo, ni los de mi generación, he de confesar que, con mis 49 años de cura, jamás he ocultado mi condición de sacerdote.
Recuerdo que en aquellos tiempos en que yo tenía un cargo en el palacio arzobispal, encontré a un cura amigo con chaqueta y alzacuello en esta época de verano. Era entonces, y supongo que lo será también ahora, condición sine qua non para optar al episcopado.
En aquel entonces, entre las muchas preguntas que salían de la nunciatura para evaluar los candidatos al episcopado se hallaban dos. Una era: ¿Usa clergyman? La otra era: ¿Qué piensa de la Humanae vitae? Supongo que el llevar alzacuello seguirá existiendo todavía.
Pues bien, a este amigo mío, estudioso él, con carrera en Roma, doctorado en algo, pensó que era llegado el momento de optar a un episcopado. Y hete aquí que se pasó aquel verano paseando por el patio del palacio arzobispal con su chaqueta y su alzacuello, y sudando lo que no hay en los escritos. Y yo, de broma, en mangas de camisa, me atreví a decirle:
–¡Mira que si al final no te hacen obispo!
Y no lo hicieron. No hay derecho, después del verano angustioso de calor que hizo en Sevilla.

viernes, 10 de julio de 2015

El Cid Campeador

Hace unos veinte días estuve en Burgos y contemplé en su catedral el lugar del enterramiento del Cid y de su esposa doña Jimena. Hoy se cumplen 916 años de su muerte, acaecida en Valencia el 10 de julio de 1099.
No fue es esta catedral gótica, sino en la anterior románica, ante la que el Cid se santiguó camino del destierro, y hasta su corcel…

«la cara el caballo tornó a Santa María,
alzó la mano diestra, la cara se santigua...».


Alejandro Dumas, el de Los tres mosqueteros, a su paso por Burgos camino de la corte para asistir a la boda de Isabel II con el duque de Cádiz y de su hermana María Luisa con el duque de Montpensier, escribe:
–Preguntemos al primer niño que hallemos al azar quién fue el Cid Campeador. El niño, que quizá no pueda deciros el nombre de la graciosa reina que se sienta hoy en el trono de Carlos V, os dirá que el Cid Campeador se llamaba Rodrigo y había nacido en el Castillo de Vivar. Sabrá explicar en qué ocasión fue nombrado Cid; cómo obligó al rey Alfonso a prestar, en la iglesia de Santa Gadea, juramento de que no había tenido parte en la muerte de don Sancho; cómo el rey Alfonso desterró al Cid; cómo, en el momento de partir, el Cid arrancó mil florines a los judíos con el arbitrio de un cofre lleno de arena; cómo san Pedro le anunció su muerte cercana, y, finalmente, cómo, ya muerto, el ingenioso Gil Díaz, su escudero, le cabalgó, según las órdenes que había recibido de su amo moribundo, en su caballo Babieca, su espada Tizona en la mano, y los moros, creyéndole todavía vivo, emprendieron la fuga al verle, dejando veinte de sus reyes sobre el campo de batalla.
El Cid es «el Aquiles de nuestra patria —así lo describe Menéndez Pidal, su crítico más apasionado—; su historia es nuestra Ilíada, nuestra epopeya; no tenemos otra; y esta epopeya, como todas las verdaderas epopeyas, no es la creación de un poeta ni de un historiador; es la creación de un pueblo».
El Cid, el más ilustre hijo de la tierra burgalesa, aguarda junto a su esposa bajo estos muros venerables, en el centro del crucero, la resurrección de la carne. Desde 1921, curiosamente, no antes. Que los restos mortales de tan singular figura épica corrieron tan ajetreada aventura como lo hicieran en vida mortal.
Cuenta la Crónica General de Alfonso X el Sabio, que nos servirá de pauta para glosar los postreros momentos del Cid, cómo se le apareció san Pedro en el sueño de la noche y le anunció su próxima muerte. «De hoy a treinta días», le dijo. Y el Cid acogió el mensaje con serenidad porque es «cosa que no puede excusar ningún hombre nacido». Tenía muy quebrantada la salud, dolorido el cuerpo, tatuado por tantas heridas como aquella del cuello recibida en Albarracín, y cansado de luengas batallas. Reunió a sus huestes en la iglesia, las arengó sobre el fin que le aguardaba, pidió que así como su cuerpo no ha sido deshonrado en vida no lo fuera en la postrimería, «que toda la bien andanza del hombre en la fin es», confesó ante el obispo don Jerónimo, se despidió de la gente, marchó a su alcázar, hizo testamento, y quedó con la compaña de su mujer doña Jimena y de sus íntimos. Pidió al obispo que le diese el cuerpo del Señor, lo recibió devotamente de hinojos, rezó a Dios: «Señor, tuyo es el poder y tuyos son los reinos, tú eres sobre todos los reyes y sobre todas las gentes, pídote por merced que mi alma sea puesta en la luz que no tiene fin», y se echó en la cama para morir. Los últimos siete días se alimentó de un brebaje de bálsamo y mirra que el soldán de Persia le enviara.
Murió el Cid Campeador en Valencia el 10 de julio de 1099, cuando rondaba los 56 años de edad. Días después, ganó su última batalla, en una Valencia cercada por el moro. Sostenido y atado su cuerpo sobre su caballo Babieca y con su espada Tizona en la mano derecha salió una mañana a guerrear con los suyos. Su sola presencia, mejor dicho, con la presencia del apóstol Santiago que apareció en su blanco corcel, logró la desbandada agarena.
Su esposa doña Jimena resistió en Valencia durante tres años más. La ayuda de Alfonso VI sólo sirvió para evacuar la ciudad, incendiarla tras de sí y regresar a Castilla. Y fue enterrado en el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde se le hizo un tabernáculo a la derecha del altar mayor y se le colocó sobre su silla de marfil «para hacer honra al Cid», revestido con  paños de púrpura muy noble que le enviara el soldán de Persia. La mano izquierda con la Tizona y la derecha sostenida en las cuerdas del manto. Dice la historia que el rey Alfonso y otras compañas estuvieron en Cardeña unas tres semanas haciendo honras al cuerpo del Cid, en cantar misas y vigilias por su alma. Y le echaban agua bendita e incienso en el sitial que le habían preparado como se solía hacer con los que yacían en sepultura. Después, cada uno se fue para su lugar y doña Jimena quedó en Cardeña donde vivió sus últimos años.
Sucedió que venían a Cardeña muchos judíos y moros por ver la extrañeza del cuerpo del Cid. El abad tenía costumbre de hacer su predicación al pueblo. Aquel día, como no cabían en la iglesia, se hizo fuera en la plaza. La iglesia quedó vacía, el Cid en su sitial. Un judío acertó a entrar en el templo solitario, se topó ante la yerta figura del Campeador y le vino la tentación de mesarle las barbas.
—¿Éste es aquel Ruy Díaz el Cid del que dicen que en toda su vida nadie le mesó la barba?
Y, en la soledad del templo, acercó su mano con la aviesa intención sacrílega de humillar al Cid. Pero antes de que llegase al rostro del Campeador, cayó la mano derecha del Cid de las cuerdas del manto sobre el puño de la espada que sacó cosa de un palmo. El judío, lleno de espanto, se desplomó al suelo y comenzó a dar grandes gritos. El abad, al oírlo, dejó la predicación y entró precipitadamente en el templo. Y tras de él el gentío para contemplar el asombro del judío y la postura guerrera que tomó el cuerpo inerte del Cid. Y así estuvo hasta que el año décimo de su muerte se le cayó el pico de la nariz y pareció al abad y monjes de Cardeña que resultaba feo y era hora de enterrarlo. Lo sepultaron junto al altar mayor, y el de doña Jimena, cuando murió unos quince años después, junto a él. Y así reposaron siglos hasta que llegaron los franceses en 1808 y profanaron los sepulcros.
Se hallaba Napoleón en España cuando una comisión del Cuerpo legislativo francés vino a felicitar al emperador por sus triunfos. Al pasar por Burgos, visitaron San Pedro de Cardeña y vieron el sepulcro del Cid abierto. Tomaron unos restos como reliquias. El príncipe Salm Dyck, cuando volvió a París, depositó en su castillo las reliquias que se trajo —huesos del cráneo, del tronco y de la extremidad inferior derecha—, en una urna que imitaba la tumba de Cardeña. Así la tuvo, con venerable respeto, durante muchos años hasta que en 1857 la regaló al príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern.
Los restos del Cid y de doña Jimena abandonados en Cardeña fueron salvados y recogidos en 1809 por orden del general francés Thiebault, gobernador militar de Castilla la Vieja, para salvar la memoria del héroe castellano y congraciarse con el pueblo burgalés. Se erigió un monumento en el paseo del Espolón, donde fueron llevados los restos del Cid en una caja cubierta en paño negro llevada en sus puntas por cuatro jefes militares y recibidos con brillante parada militar. El general Thiebault pronunció un discurso en francés, que nadie entendió, exaltando las glorias del Cid.
En 1826, los monjes de Cardeña, que han vuelto al monasterio, piden las cenizas del Cid para que reposen donde él quiso morar hasta la vida venidera. Y así se hizo el 30 de julio de ese año, removidos los restos del Espolón y escoltados esta vez por un batallón de granaderos. Pero los monjes evacuaron el monasterio en 1835 por la conocida orden de exclaustración. Vendidos los bienes del monasterio, quedaba nuevamente en peligro el futuro de los restos del Cid y de doña Jimena. Nuevas voces se alzaron para que volvieran a Burgos. En 1842 fueron depositados en la Casa Consistorial.
¡Qué lío! ¡Qué ajetreo! El Cid cabalga de muerto más que en vida mortal. Pasan los años y un académico sevillano, Francisco Tubino, descubre casualmente que en un castillo de Alemania existen unos restos que se atribuyen al Cid. Investiga y confirma la verdad de esta noticia. Y mueve los hilos para que el príncipe de Hohenzollern los devuelva a España. Cosa que hace en 1883. Nuevas solemnidades en presencia del rey Alfonso XII y llegada de las reliquias alemanas a Burgos, para ser incluidas con las otras en una sola urna. Aquella noche la ciudad fue iluminada.
Por fin, en 1922, al celebrarse el VII centenario de la catedral, se pensó que no había acto más emotivo para celebrar esta efemérides que el enterramiento del Cid y doña Jimena, custodiados en el Ayuntamiento, bajo estos muros venerables. En el centro del crucero, sobre el pavimento, reposan desde entonces. Una inscripción redactada por Ramón Menéndez Pidal dan fe de ello: «Rodrigo Díaz, Campeador, muerto en Valencia en 1099. Su mujer Jimena, hija del Conde Diego de Oviedo, de estirpe regia...».

sábado, 4 de julio de 2015

La Monja Alférez

Tomo esta noticia, que más parece un eco de sociedad, de un manuscrito conservado en la Biblioteca del Palacio arzobispal de Sevilla. Dice así:
–Jueves, 4 de julio de 1630, estuvo en la iglesia mayor de esta ciudad la Monja Alférez, esta fue monja en Vizcaya, en San Sebastián, se huyó del convento y se fue a las Indias en hábito de hombre el año de 1603; sirvió de soldado veinte años, tenida por capón; volvió a España, fue a Roma, y el papa Urbano VIII la dispensó de los votos y dio licencia para andar en hábito varonil; el rey de España le dio título de alférez, llamándola el alférez doña Catalina de Araujo, y el mismo nombre traía en los despachos de Roma. El capitán Miguel de Chazarreta la llevó por mozo a Indias cuando allá pasó y ahora que va por general de flota la lleva por alférez; hay una historia manuscrita de la vida de esta doña Catalina de Araujo que ella misma escribió. 


Recojo esta anécdota, no por la significación que la Monja Alférez haya tenido con la ciudad de Sevilla, sino por la curiosidad que supuso en su tiempo tan singular figura de mujer, que estuvo en Sevilla en 1603 por primera vez para embarcarse a las Indias, donde llevó una vida cuajada de aventuras. Se alistó como soldado y luchó contra los indios. Una herida de gravedad le hizo confesar su sexo. Volvió a España en 1623 y en 1625 pasó a Roma con motivo del jubileo. El papa Urbano VIII la recibió en audiencia y le dio permiso para vestir ropas masculinas. Se cuenta que doña Catalina de Erauso relató al Papa sus múltiples aventuras, le confesó también que en lo referente al honor sexual seguía siendo tan pura como una niña.
Pasó a Nápoles, donde su presencia suscitó curiosidad. Paseando por el puerto, unos jóvenes, ellos y ellas, trataron de burlarse de ella. Le dijeron:
–Signora Catalina, dove si cammina?
Y ella les contestó:
–A darles a ustedes cien pescozones y cien cuchilladas a quien las quiera defender.
Naturalmente, aquellos mozalbetes salieron corriendo.
En España fue agasajada por el conde duque de Olivares y el rey Felipe IV le regaló 800 escudos en premio a su valor y le concedió el grado de alférez. Volvió a las Indias, ya con fama bien lograda, en 1630. Y ese es el momento de su nuevo paso por Sevilla y su visita a la catedral. En América siguió combatiendo por tierra y mar, pero su carácter pendenciero la llevó a cometer un crimen. El gobernador de Chile la desterró a Arauco, pero se fugó y se instaló en Potosí como arriero. Y aquí se pierde su memoria, situándose su muerte entre 1635 y 1645.
Había nacido Catalina de Erauso (Araujo en el manuscrito) en San Sebastián, procedente de una familia acomodada. Ingresada en un convento de dominicas a la edad temprana de cuatro años, se fugó cuando alcanzó la pubertad y anduvo por Vitoria y Valladolid disfrazada de paje. Llegó a Sevilla y embarcó a las Indias. Sus correrías americanas le dieron fama y leyenda.
Diego Ignacio de Góngora, en sus escritos sobre curiosidades sevillanas, cuenta de esta visita:
–Yo hablé con el P. Fray Nicolás de Rentería, religioso capuchino, que murió portero en el convento de religiosos capuchinos de Sevilla, hombre ya muy anciano, que, siendo mozo y seglar, había estado en las Indias, en la provincia de Nueva España, el cual me dijo que había conocido a la monja alférez en Veracruz, donde tenía una recua de mulos para llevar las ropas y mercaderías que traía la flota a México y tierra adentro y bajar la plata que embarcaban los galeones, y que había realizado mucho caudal en este género de tráfico y ocupación.
El pintor Francisco Pacheco la retrató al óleo en 1630 aprovechando su paso por Sevilla. Resulta curioso contemplar en este cuadro la figura varonil de tan singular monja alférez e imaginarla paseando por las calles de Sevilla, seguida de la chiquillería bullanguera, o recibida en la catedral por los canónigos como un personaje singular.