domingo, 31 de mayo de 2015

«Monseñó er santo» me confirmó

Monseñor Emilio Lisson y Chaves, que fuera arzobispo de Lima, me confirmó el 1 de junio de 1950, hace de ello 65 años, en mi pueblo de Santa Olalla del Cala, en la sierra de Huelva. Y recuerdo esto con doble satisfacción: por el sacramento de la confirmación que recibí y por haberlo recibido de un obispo santo.
¿Y qué hacía en un pueblo pequeño de Andalucía quien fuera arzobispo de Lima?
Sencillamente, estaba exiliado de su patria. En 1931 había sido obligado a renunciar a su diócesis y salir del Perú al tomar el poder el teniente coronel Luis Sánchez Cerro. Monseñor Lisson marchó a Roma, se presentó ante Pío XI y quiso contar al Papa la verdad de los hechos. Pero Pío XI le respondió:
–Usted no tiene nada de qué defenderse. No hay ninguna acusación canónica. Yo he usado este procedimiento paterno para su bien y el de sus feligreses.


Tras su renuncia, le dieron el título de arzobispo titular de Methymna, pero humildemente pidió volver al Perú como «párroco de Chachapoyas o en alguna tribu de los indios», sin éxito.
El gobierno de Sánchez Cerro le acusó entre otras cosas de enriquecimiento ilícito. Algunos años después sus acusadores le pidieron perdón y reconocieron que sus imputaciones habían sido injustas. En Roma, monseñor Lisson hizo testamento donde expresó:
–No debo nada al arzobispado de Lima ni a sus instituciones, pues jamás he dispuesto de ninguno de sus bienes para mi beneficio personal o el de mi familia.
Vivió y murió pobremente. En Roma, se dedicó en los archivos del Vaticano a recopilar documentación sobre la historia de la Iglesia en el Perú. Ello le llevará años después a venir a España y afincarse en Sevilla, adonde llegó el 5 de diciembre de 1940, para indagar en el Archivo de Indias. Fruto de sus investigaciones fue su obra «La Iglesia de España en el Perú. Colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú» (4 volúmenes). Los beneficios que obtuvo de la publicación de esta monumental obra fueron destinados a becas de estudio para futuros sacerdotes de Perú.
Como había sido religioso de la Congregación de la Misión, que fundara san Vicente de Paúl, antes de ser elevado a la dignidad episcopal, residió en Sevilla con los Padres Paúles de la calle Pagés del Corro de Triana, como un cura más, así era de sencillo. Y como en el palacio arzobispal residía el célebre cardenal Segura, este lo utilizaba para que fuera por esos pueblos de su archidiócesis a confirmar.
Don Francisco Cruces, durante muchos años párroco de San Pedro de Sevilla, me contaba sabrosas anécdotas de este obispo a quien acompañó por toda la Sierra de Aracena, en aquellos años de la postguerra, años de hambre, confirmando en la fe a toda criatura de la extensa diócesis de Sevilla. Aún recuerdo, como todo chaval, la pequeña guantada que, conforme a la ceremonia de entonces, me dio en la cara.
Los cuarenta fueron duros años de pobreza y carencia de todo. Y no es que monseñor Lisson dispusiera de una buena bolsa –era tan pobre que al llegar a Roma, tras su exilio, compró en un ropavejero romano las ropas episcopales desechadas por un cardenal de la Curia–, pero la gente de Triana llamaba a su puerta, la del convento de Pagés del Corro, y le gritaba: «¡Padre Cardenal!», porque para ellos en Sevilla un obispo es cardenal. Y él los socorría como podía. De ahí también el apelativo de «Monseñó er santo». El cardenal Segura lo utilizó durante años como un efectivo obispo auxiliar que, sin serlo, le resolvía el problema de las numerosas confirmaciones por los pueblos más apartados de la diócesis hispalense. El cardenal Segura le llamaba el «obispo obediente». En cierta ocasión, visitando la comunidad paúl de Triana, dijo: «Tengo el honor y la satisfacción de presentar a ustedes a mi santo obispo coadjutor». Y añadió: «El es el obispo «obediente» y yo el «rebelde». Refiriéndose sin duda a la situación de ambos al haber sido arrojados de sus diócesis en el mismo año 1931: Lisson de Lima y Segura de Toledo.
Y en verdad que uno era obediente y el otro rebelde. Monseñor Lisson renunció a su diócesis, obedeciendo a Roma, para no crear problemas a la Iglesia del Perú. El cardenal Segura, expulsado por la Segunda República, creó no pocas dificultades a la Iglesia de España y estuvo enrocado varios meses hasta renunciar a su diócesis primada.
De Segura, tengo una biografía pendiente, y su perfil ya lo dibujé en mi libro «Los Arzobispos de Sevilla». «Fanático, de cabeza dura y de una intolerancia medieval» son calificativos que le dio Ramón Serrano Suñer, el cuñado de Franco. Y no está lejos de la realidad de este cardenal estepario.
Monseñor Lisson era todo lo contrario: sencillo y humilde. «Monseñó er santo» era de estatura mediana, poquita cosa, ni siquiera daba a entender, con su andar humilde, que bajo aquella sotana se escondía el arzobispo de Lima.
En sus últimos años de vida, marchó a Valencia, donde el arzobispo Olaechea le dio acogida en su palacio arzobispal. Y en Valencia murió el 24 de diciembre de 1961. Años después, comenzó su andadura hacia los altares. En Lima se inició su causa de beatificación y rectificar así la torpeza de haber echado de la diócesis a un santo. Y se comenzó por devolver a su tierra natal los restos mortales de este buen arzobispo. El 23 de julio de 1991 tuvo lugar esta ceremonia, bajo la presidencia del arzobispo de Valencia, monseñor Miguel Roca, y del arzobispo de Lima, monseñor Augusto Vargas. Trasladados su restos a Perú, descansan definitivamente en la capilla de Santa Rosa de la catedral de Lima. Su proceso de beatificación concluyó en 2008 en su fase diocesana. No sé en qué situación se encuentra ya en la fase romana.
Pero tengo la satisfacción de recordarlo y de saber que me confirmó en la fe un obispo santo.

domingo, 24 de mayo de 2015

El arzobispo que pilló una pulmonía mortal en la Giralda

Habría que escribir la historia de la Giralda, que tiene su aquel. Ya he hablado en otra ocasión de sor Bárbara, la hija del campanero, que nació en lo alto de ella, bajo el cuerpo de campanas a mediados del siglo XIX. Y tantos lances y episodios ocurridos en la torre desde su inauguración en 1197.
Cervantes, que conoció la Giralda antes y después del airoso remate de Hernán Ruiz, la rememora en el Quijote al narrar el episodio del caballero del Bosque:
–Una vez me mandó (Casildea de Vandalia) que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla, llamada Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo.
Y el ecijano Vélez de Guevara, en El Diablo Cojuelo, califica a la Giralda torre «tan hija de vecino de los aires, que parece que se descalabra en las estrellas».
El suceso que hoy narro ocurrió en 1684. Vivió Sevilla en el invierno de 1683-84 una de las inundaciones más grandes de su historia. Las lluvias habían durado sin interrupción más de sesenta días, anegando todos los barrios periféricos de la ciudad. Tan afectadas quedaron las calles y las casas que el Ayuntamiento prohibió la cir­culación de vehículos para que sus vibraciones no amenazasen más el deplorable estado de los edificios. Cumplieron la or­den todos, también el arzobispo, y el asistente, y el re­gente de la Audiencia, y el presidente de la Casa de Contra­tación. El arzobispo de Sevilla don Ambrosio Spínola hizo más: dio de comer a una legión de pobres por una portezuela que abrió de su palacio a la calle Don Remondo. De él se ha escrito que «murió pobre por haber dado a los pobres la limosna de un millón y más de ducados».
La muerte del arzobispo sobrevino, refieren las crónicas, a raíz de esta anécdota. Como en todas las calamidades que afligían a Sevilla, también en ésta el arzobispo quiso subir a la Gi­ralda para bendecir con el lignum crucis los cuatro puntos cardinales de la ciudad e implorar a Dios la librase del azote de la inundación. Pero lo hizo descalzo. Para mayor penitencia. Y pilló tal pulmonía, de resultas de la cual murió. Acaeció el 24 mayo de 1684 –hoy hace 331 años– y fue enterrado en la Casa Profesa de los jesuitas hasta que sus restos, juntos con los de su tío el cardenal Spínola, fuesen llevados al panteón de la iglesia del Colegio de la Concepción o de las Becas, del que eran patronos. Este traslado tuvo lugar el 4 de mayo de 1710.
Su tío, el cardenal Agustín Spínola, también arzobispo de Sevilla, regentó la diócesis hispalense de 1645 a 1649. Era hijo de Ambrosio Spínola, el célebre general de la rendición de Breda. Aunque ese año hubo una gran mortandad en Sevilla, a consecuencia de la peste, el cardenal Spínola no murió de ella. Refugiado en su residencia de Umbrete, soportaba cristianamente los fuertes dolores de gota, que trataba de atenuar tomando borujo, masa que resulta del hueso de la aceituna después de molida y prensada. Los médicos dirán si esta receta casera que tal vez le recomendaron los lugareños de Umbrete resulta eficaz para aliviar el dolor; pero lo cierto es que el cardenal se murió.
Su sobrino, ya digo, murió de un resfriado fatal por subir a la Giralda descalzo. El jesuita Gabriel de Aranda, en su Vida del Venerable Contreras, ofrece estos rasgos de Spínola:
–Murió a los 52 años de su edad, con tanto sentimiento de las ovejas, que aún balan por su Pastor, y quisieran, si pudieran, resucitarle. Este virtuoso Príncipe todo celo, todo blandura, todo amor, todo caridad, todo hacer bien, todo obrar mejor, nada suyo, todo de los pobres, todo limosnas, todo piedad.
Por su generosidad, Spínola se convirtió en el gran arzobispo de la caridad. «Ya desde su llegada a Sevilla se había informado de las personas pobres que había en la ciudad a quien tenían situada limosna los prelados sus antecesores, y no quitó ni aminoró nada, sino aumentó mucho más. A los conventos pobres socorría con trigo en Navidad y Resurrección. En su puerta se daba un cuarto de limosna a cuantos pobres mendigos pedían por la mañana, y era tanto el número de los que acudían, que aquel cuarto solo que se les daba, montaba al del año más de ocho mil ducados. Los jueves todos del año, daba de comer en su palacio a trece pobres honrados, en memoria del Redentor del mundo y sus Apóstoles: a éstos les servía a la mesa asistido de sus familiares y, en acabando de comer, les iba besando la mano y poniéndoles en ella a cada uno un par de reales. Y esta limosna la solía repetir en vísperas de nuestra Señora o santos de su devoción» (Loaysa). ¡Vamos, como el papa Francisco!
Pero su caridad llegó al máximo en la gran depresión de 1679, por la enorme sequía que produjo pésimas cosechas. Cuenta Loaysa, contemporáneo, que «todos vimos en su casa el año de la hambre, que fue el de 1679, en el que dando raciones de pan cuatro veces en la semana a los que iban a su palacio, llegaron a juntarse dentro de aquella caritativa casa muchas veces veinticuatro mil personas; y las más de las veces no bajaban de dieciocho a veinte mil, ocupándole toda la casa, sin dejarle más que un corto aposento en que estar».
Hubo de abrir un postigo en la fachada del palacio, donde, sentado en un sillón, repartía de su propia mano catorce mil hogazas de pan diarios. El viajero inglés Thomas Williams, que pasó tres meses en Sevilla en 1680, relata en su The Travels in Spain lo mucho que oyó hablar del arzobispo Spínola y su caridad durante la carestía del año anterior.
Moraleja para futuros arzobispos de Sevilla: ¡sean tan caritativos como el arzobispo Spínola, padre de los pobres, pero no se les ocurra imitarles en subir descalzos a la Giralda, sobre todo si es invierno y hace un frío de muerte, nunca mejor dicho!

domingo, 17 de mayo de 2015

Y subió al cielo…

Hoy, domingo de la Ascensión, conmemoramos la exaltación de Cristo al cielo. Se lee en el Evangelio de Marcos: «El Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios».
¿Qué es el cielo?, podemos preguntarnos.
Tengo un voluminoso libro firmado por la norteamericana Colleen Mc Dannell, de la Universidad de Utah, y el alemán Bernhard Lang, de la Universidad de Paderborn, titulado: Historia del cielo.
¿Es que se puede escribir una historia del cielo? ¿Acaso han estado allí?
No, lo que han pretendido es situar la variedad de creencias en torno al cielo a través de los siglos en los textos, ilustraciones e imágenes del cielo usadas en la poesía, el arte y la cultura popular.
En el Símbolo de los Apóstoles se profesa que Dios es «el creador del cielo y de la tierra». Dice el último Catecismo de la Iglesia católica:
–La expresión «cielo y tierra» significa: todo lo que existe, la creación entera. Indica también el vínculo que, en el interior de la creación, a la vez une y distingue cielo y tierra: «La tierra» es el mundo de los hombres. «El cielo» o «los cielos» puede designar el firmamento, pero también el «lugar» propio de Dios: «Padre nuestro que estás en el cielo», y por consiguiente también el «cielo», que es la gloria escatológica. Finalmente, la palabra «cielo» indica el «lugar» de las criaturas espirituales –los ángeles– que rodean a Dios.
Me refiero aquí, como es previsible, al cielo como lugar propio de Dios. Ramón Llull, sabio mallorquín medieval (c. 1232-1315), conocido también como Raimundo Lulio en castellano, escribió en latín, catalán y árabe, y realizó viajes misionales al norte de África, Chipre y Armenia. En su obra Libre del Gentil e deis Tres Savis, escrita a finales de la década de 1270, narra un diálogo en el que tres sabios (un judío, un musulmán y un cristiano) exponen a un gentil los fundamentos de sus respectivas religiones. Un libro que alcanzó gran éxito y fue traducido del catalán al latín, francés, árabe y al hebreo.
El sabio musulmán trata de convencer al gentil cómo los agraciados con el paraíso gozan no solo de gloria espiritual sino también corporal. La gloria espiritual significa la visión y el amor de Dios, mientras que la gloria corporal consiste en los placeres de los sentidos. Curiosamente la concepción musulmana del cielo se centra más en el disfrute humano que en la alabanza divina. Habrá palacios con espléndidas habitaciones y los varones gozarán de la compañía de las huríes, hermosas vírgenes creadas específicamente para los habitantes masculinos del paraíso, y disfrutarán de relaciones sexuales con estas mujeres, eternas vírgenes que no envejecen nunca.
Un cielo –y esto lo digo yo y no Ramón Llull– bien machista, porque en el Corán no se describe qué clase de vida llevarán las mujeres en el paraíso. En el mundo musulmán, la mujer parece ser un subgénero.
Para el sabio cristiano, por el contrario, la vida eterna es diferente. Describe al gentil un cielo absolutamente teocéntrico en el que ni se comerá, ni se beberá ni se mantendrán relaciones sexuales con mujeres. La recompen­sa por las penalidades e injusticias sufridas en esta vida no será el disfrute sexual, sino el poder ver y disfrutar de Dios en su realidad eterna y trinitaria. El cielo cristiano, al contrario que el islámico, consiste en la visión beatífica y la alabanza eterna de la divinidad. Y sin distinción de sexos: hombres y mujeres.
Ramón Llull pondrá al final del libro en boca del sabio cristiano que el punto de vista cristiano es superior al musulmán. Según Llull, la noción cristiana del cielo es más racional porque prevé la participación en la gloria divina, y no en actividades humanas. El cielo musulmán es un cielo sensual y antropocéntrico.
Y llegado aquí, me pregunto si esto interesa al hombre occidental, inmerso en su materialismo. ¿Le importa el cielo al hombre de hoy? ¿Se pregunta sobre el más allá? ¿Le interesa acaso?
Acabo de archivar entre mis notas una anécdota, ocurrida ya hace algunos años, pero actual. Se trata del poeta sevillano Vicente Aleixandre, Premio Nobel de Literatura 1977. Ha muerto su madre. Y en el dolor de su pérdida, el poeta escribe a su amigo Dámaso Alonso si habrá otra vida después de la muerte:
–¿No habrá más vida? Cuando la miraba tan pura y tan serena, me apenaba horriblemente la duda de que esté definitivamente muerta. ¿Nunca más? ¿Jamás en otra parte? ¿Muerto, definitivamente muerto aquel espíritu que era mío en mí y que ya no es nada? No puedo, no puedo con esta verdad, si lo es. Qué hermosa la esperanza en la otra vida, qué humilde esperanza la de reintegrarse en los que se quiso. Hoy he ido a misa con mi padre. Quizá no creo en nada, no lo sé; pero lo haré todo por ella (iré a sus misas, a su rosario) porque sé que ella se alegraría con ternura. Claro que iré. Si no creo, creo en ella, y en lo que ella creía.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Ecce homo, he aquí el soldado

El suceso que os quiero contar bien se me asemeja al sucedido en Jerusalén allá por el año 30 cuando Pilato se asomó a la balconada del Pretorio con Jesús de Nazaret y gritó a la turba:
Ecce homo, ¡he aquí el hombre!
Sólo que en Sevilla tendrá un desenlace más benigno por aquello de nuestro buen natural. Que sería, si he de creer lo que he leído en el libro Pilato del italiano Ottorino Gurgo, el buen natural del mismo Pilato, a quien hace nacer –créanme ustedes–, en la misma Sevilla. Cuenta que, según antiguas leyendas, «Pilato era nacido en España, en Ispalis, en la región andaluza, de una indígena, unida con vínculo matrimonial ex usu con Tito Poncio, centurión romano dotado de excepcional fuerza física, soldado de Seio Strabone».
Y más adelante puntualiza:
–Hay quien dice que Pilato nació en Sevilla, una de las cuatro ciudades de España que gozaban del derecho de ciudadanía romana, y su padre, Marco Poncio, comandante del grupo de renegados que, en la guerra sostenida por Agripa a los Cántabros, había dirigido sus armas contra los compañeros de esclavitud, los Astures. Cuando España estaba sometida a Roma, Marco Poncio había recibido, como signo de distinción, el pilum, jabalina, de la que Pilato habría tenido el nombre.
No me extraña que Ottorino Gurgo coloque los orígenes de Pilato en Sevilla. Todos los cocheros de esta ciudad están convencidos que Pilato, si no nació, al menos vivió en la Casa de Pilatos (en Sevilla se escribe así, con «s», que cuando queremos somos muy finos) y así lo cuentan a los turistas. Pero aquella historia acabó en el leño de la cruz.
La historia que ahora relato, acaecida en Sevilla el 13 de mayo de 1748 (hoy se cumplen 267 años), tuvo sus trucu­lencias pero acabó felizmente.
Os contaré.
Celebraba la Real Maestranza de Caballería sus fiestas de toros. La gente, animada, sacaba sus espadas para herir al toro cuando se acercaba a ellos en los tendidos bajos. Esto no gustó a un soldado de caballería del regimiento de Flandes que estaba allí para eso, para evitar que se hicieran estas gamberradas, y asestó algunos golpes con su espada en las espaldas de los revueltos espectadores. La gente le respondió con limonazos mientras gritaba:
–¡Déjalo, déjalo!
Pero el soldado se encabritaba más y daba de mandobles a diestro y a siniestro.
Se lidiaba el último toro. Cuando se acabó la corrida, la gente comenzó a gritar:
–¡Al soldado, al soldado!
Capitaneados por un clérigo, que había recibido sus buenos golpes, se dirigieron al cuartel que se hallaba fuera de la puerta de Triana y a grandes voces empezaron a pedir que les entregaran al soldado. Cerrado a cal y canto el cuartel ante el temor de un asalto de la turba, los cristales de la habitación del capitán saltaron por los aires. Desde dentro, en formación, la compañía de soldados tenía orden de acometer con sus espadas si la puerta era echada al suelo. Como el tumulto no se acallaba y la presencia del alguacil mayor de la Justicia, que ofrecía plena satisfacción si se dispersaban, no sirvió de nada, no tuvo más remedio el capitán que sacar al balcón al infeliz soldado.
Las crónicas no dicen si el capitán gritó a la muchedumbre vociferante:
–¡He aquí el soldado!
Como Pilato cuando mostró a la turba de Jerusalén a Jesús:
Ecce homo, ¡he aquí el hombre!
Pero sí cuenta que lo mostró desnudo de cuerpo para arriba, rapada la cabeza y el bigote. El pobre soldado levantó las manos pidiendo perdón. Y la gente, compadecida, viendo que aquello había llegado bastante lejos, gritaba:
–¡Perdón, perdón!
Y el alboroto concluyó sin más consecuencias que unos mostachos menos y la calva reluciente del pobre soldado.

viernes, 8 de mayo de 2015

María de la Purísima, una sonrisa de cielo

Madre María de la Purísima será canonizada este otoño próximo en Roma. Segunda Hermana de la Cruz, después de santa Ángela, fundadora de la Compañía de la Cruz, y una gloria más para la Iglesia de Sevilla.
Hace unos días, 4 de mayo, el papa Francisco recibió en audiencia al cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, y autorizó a la Congregación a promulgar el decreto referente a un milagro atribuido a la intercesión de la beata Madre María de la Purísima. Era el paso último exigido para la canonización. En un Consistorio que ha de celebrarse antes del verano, el Papa hará pública la fecha de la canonización, «que tendrá lugar en este año», según el postulador de la causa, el capuchino Alfonso Ramírez.


Y es así cómo esta sencilla Hermana de la Cruz ha pasado en el corto espacio de cinco años de su beatificación, acaecida en Sevilla en el año 2010, a la santificación.
Yo la conocí y traté alguna que otra vez a la que fuera sexta Superiora General de las Hermanas de la Cruz. Y me doy de cantos en los dientes de no haber olido qué persona santa se escondía bajo ese hábito de estameña con que visten. Escribí bajo su mandato de Madre General el libro «Pequeñeces de Sor Ángela de la Cruz», aparecido en Sevilla en 1982, con motivo de la beatificación de la Madre fundadora. Solo pude apreciar, en los escasos momentos que hablé con ella, esa sonrisa callada de quien entierra el yo de por vida, como hiciera y aconsejara a sus hijas sor Ángela de la Cruz.
Madre María de la Purísima solía repetir:
–De lo poco, poco.
Y trabajó incansablemente por hacer vida, como fiel reflejo de su santa fundadora, el ideal de santa Ángela de la Cruz:
–Hacerse pobre con los pobres para llevarlos a Cristo.
Y también:
–Pobreza, limpieza, antigüedad.
En estas sencillas palabras resume sor Ángela la fisonomía espiritual de la Hermana de la Cruz. También la antigüedad, la fidelidad perenne a los orígenes del Instituto. Y lo explica:
–Ese hábito tan pobre y tan basto, esas alpargatas, ese sello de sencillez, de poca instrucción; no tener criadas, no darnos importancia, alegrándonos de que no nos atiendan, preferir los asientos más incómodos, las advertencias, los permisos y tantas menudencias que ayudan a conservar nuestra manera de ser y las costumbres como cuando empezamos. No dar oído a las voces del mundo, de que en todas partes se hace esto o aquello; nosotras siempre lo mismo, sin inventar variaciones, y siguiendo la manera (establecida) de hacer las cosas, para que en todo se conozca somos hermanas de la Cruz.
Que le pregunten a un sevillano quién es sor Ángela de la Cruz.
—Sor Ángela de la Cruz es sor Ángela de la Cruz, y basta.
Que una voz forastera trate siquiera de empañar su nombre, y verá.
Amigos, en lo tocante a sor Ángela, en Sevilla no existen montes­cos y capuletos, o séase, béticos y sevillistas, o si me apuran, y con perdón, de la Esperanza Macarena o de la Esperanza de Triana.
Aquí todo el mundo en general es de sor Ángela de la Cruz.
Y también de sus Hijas.
Una ya es beata y va camino de ser santa. Nació en Madrid de familia bien, pero vivió prácticamente toda su vida en Sevilla. Es pues una santa sevillana.
Curiosamente nació en Madrid en el mismo edificio donde murió el poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Una placa puesta por el Ayuntamiento madrileño así lo dice en el número 25 de la calle Claudio Coello, en el barrio de Salamanca. Animo al próximo alcalde o alcaldesa que salga en las próximas elecciones a que ponga una placa adyacente en que se diga también: «Aquí nació el 20 de febrero de 1926 santa María de la Purísima, Hermana de la Cruz, en el mundo María Isabel Salvat Romero. Murió en Sevilla el 31 de octubre de 1998, en la Casa Madre de la Compañía de la Cruz».
El poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer dejará escrito en sus Rimas ese verso que dice:
–Por una sonrisa, un cielo.
Pues la niña, que nació en esa casa madrileña donde el poeta murió, ha rectificado el verso para convertirlo en vida propia y ser especialmente para los pobres de este mundo a los que ella sirvió con heroica virtud:
–Una sonrisa de cielo.

lunes, 4 de mayo de 2015

San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro

Aún no lo es monseñor Óscar Romero, que fuera arzobispo de San Salvador y asesinado el 24 de marzo de 1980 en el altar, cuando oficiaba una misa en la capilla de un hospital para enfermos de cáncer, en los días previos al estallido del conflicto armado salvadoreño, que duró de 1980 a 1992.
Este título pertenece a un poema que monseñor Pedro Casaldáliga, obispo de la prelatura de Sâo Félix do Araguaia (Brasil), le dedicó:

¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro!
Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
Romero de la Pascua latinoamericana.
Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.
Como Jesús, por orden del Imperio.
¡Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Misa...!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).


La Curia romana no entendía que monseñor Romero fuera un mártir.
Camilo Maccise, que fuera general de la Orden del Carmen Descalzo, se vio con monseñor Romero una semana antes de su muerte. La noticia de su crimen le sorprendió en Puerto Rico. Y cuando dos semanas después llegó a Roma, «pude constatar con sorpresa –cuenta él– que se daba una interpretación negativa al martirio de monseñor Romero, fruto claro de los prejuicios de la Curia romana hacia la iglesia de América latina».
Ocho años después, en 1988, monseñor Pedro Casaldáliga, a su paso por Roma para la visita ad limina, acudió a la Congregación para la Doctrina de la Fe, que presidía el cardenal Ratzinger. Este le formuló entre otras preguntas:
–Ustedes fácilmente llaman mártires a monseñor Romero, a Camilo Torres, a… Es bueno recordar a ciertos personajes que se dedicaron al pueblo, ¡pero llamarlos márti-res!
Casaldáliga le respondió:
–Nosotros sabemos distinguir entre los mártires «canónicos», oficialmente reconocidos por la Iglesia, y esos otros muchos mártires que llamamos mártires del Reino, que dieron su vida por la justicia, por la liberación; cristianos muchos de ellos, y que murieron también explícitamente por causa del Evangelio. Sí, yo escribí un poema a San Romero de América. Así lo considero, santo, mártir nuestro.
Comenta Camilo Maccise:
–Mientras no se quería admitir como martirio la muerte de monseñor Romero, se exaltaba el martirio de cristianos, sacerdotes y religiosos asesinados en otros contextos socioculturales dominados por la ideología marxista… Un ejemplo de esta actitud fue la exaltación del «martirio» del capellán de los obreros siderúrgicos de Huta (Polonia), el padre J. Popieluszko, torturado y asesinado por la policía por motivos políticos en 1985. Los pronunciamientos de la Curia romana fueron totalmente favorables para considerarlo martirio. Recientemente ha sido beatificado.
Monseñor Romero había sido asesinado por orden del fundador de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), Roberto d'Abuisson, que gobernó El Salvador entre 1989 y  1992, año en que murió, tras un largo padecimiento de cáncer de garganta o cáncer de esófago. Una amnistía dejó impune este crimen.
La Comisión «Justicia, Paz e Integridad de la Creación» (JPIC), que es una Comisión conjunta de la Unión de Superiores Generales (USG) y de la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG) de los Institutos de religiosos y religiosas de la Iglesia Católica, que agrupa a más de 2000 institutos miembros, lanzó la iniciativa de celebrar una misa en Roma en el primer aniversario de la muerte de monseñor Romero.
–Ningún cardenal u obispo del Vaticano –cuenta Camilo Maccise– aceptó presidir la concelebración o participar en ella. Existía el temor de aceptar esa responsabilidad. Eso significaba estar de acuerdo en que la muerte de monseñor Romero había sido un martirio y nadie osaba correr ese riego y contrastar la opinión de la Curia romana.
Y tuvo que ser el propio Maccise quien presidiera la Eucaristía en la iglesia de los Santos Cosme y Damián, concelebrada por varias decenas de sacerdotes y la presencia de unas 500 personas, la mayoría religiosos y religiosas. Maccise refirió de forma clara en la homilía que monseñor Romero era un mártir.
En marzo de 1994 se abrió su proceso de beatificación y tras una larga fase de estancamiento, en 2005 la Congregación para la Causa de los Santos dio el visto bueno para que continuara, y ya con el papa Francisco se ha producido una aceleración de su proceso. Romero será beatificado el próximo 23 de mayo en una ceremonia en San Salvador.
Dijo monseñor Romero el 17 de febrero de 1980, un mes antes de su muerte:
–Los pobres han marcado el verdadero caminar de la Iglesia. Una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar desde los pobres las injusticias que con ellos se cometen, no es verdadera Iglesia de Jesucristo.
Y dijo también:
–Una iglesia que no provoca crisis, un Evangelio que no inquieta, una palabra de Dios que no levanta roncha como decimos vulgarmente, una palabra de Dios que no toca el pecado concreto de la sociedad en que está anunciándose, ¿qué Evangelio es ése?