jueves, 2 de abril de 2015

Viernes Santo

El 31 de marzo de 1999, Miércoles Santo, L’Osservatore Romano, diario oficioso del Vaticano, recogía en su primera página una expresión herética de boca de Madre Teresa de Calcuta. Aludía ella a la guerra de Yugoslavia y decía:
–Hay que orar a Dios Padre, cuya muerte y resurrección celebramos.
Semejante incorrección –llamémosla así–, hay que achacarla a que la santa monja no haya sido precisamente una teóloga consumada. Porque lo que en el Viernes Santo se celebra no es la muerte de Dios Padre, sino la muerte de Dios Hijo en su humanidad.
Es el Viernes Santo el día segundo del Triduo Pascual, día en que Dios Padre calla y deja a su Hijo ir a consumar el camino que había anunciado a sus discípulos:
–El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará (Mc 9,31).
La Cruz… la Muerte… solo un tránsito hacia la Gloria.

  
El Cristo de la Expiración, conocido popularmente como El Cachorro, 
un Cristo en agonía de la Semana Santa sevillana 
por el Puente de Triana en la tarde del Viernes Santo.

Numerosas son las antífonas y los himnos que desde la más remota antigüedad de la Iglesia unen indisolublemente la Pasión a la Resurrección.
En la celebración del Viernes Santo, en el momento de la adoración de la Cruz, se pueden oír o cantar antífonas como esta:
–Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero.
O esta otra:
–¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza!
O cantos como este:
–¡Victoria, tu reinarás, oh Cruz, tú nos salvarás!
En este Triduo Pascual, que conmemora el itinerario final de Jesús en esta vida terrena, el Viernes Santo no deja de ser un trago amargo. Jesús llegó a sudar sangre ante la aceptación de lo que le llegaba. ¿Sintió miedo? Sintió estremecimiento y temblor en todo su ser en el Huerto de los Olivos, pero «no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y ante Dios Padre, aceptó la muerte y muerte de cruz, la muerte de los ajusticiados. Muerte crudelísima que ha sido edulcorada en tantos Cristos, góticos o barrocos, ante el horror de representar el sufrimiento agónico de la cruz en toda su cruda realidad.
Me pregunto si los santos, esos hombres y mujeres que más se han identificado con el Señor y se nos ha puesto de modelo, han sentido igualmente ese miedo a la muerte, esa agonía, ese temblor.
Pienso que los santos han llegado a la muerte de todas las formas imaginables.
De Teresa de Jesús, figura extraordinaria que ahora está en el candelero por el centenario de su nacimiento, cuenta Julián de Ávila –capellán perpetuo del monasterio de San José, primero que fundó la Santa– que murió en sosiego y quietud.
–Se echó de un lado, a la manera que pintan a la Magdalena, con un crucifijo en la mano (que tuvo siempre en la mano hasta que le quitaron para enterrarla), el rostro encendido, con grandísimo sosiego y quietud se quedó absorta toda en Dios, y enajenada con la novedad de lo que se le comenzaba a descubrir, y alegre con la posesión que casi comenzaba ya a gozar, de lo que tenía deseado. Estuvo de esta manera sin mover pie ni mano por espacio de catorce horas, que fue hasta las nueve de la noche de aquel mismo día.
Tengo un libro donde se vienen a recoger las últimas palabras de los santos. Me parece muy interesante, porque es como atesorar sus testamentos espirituales. Por ejemplo, de santa Teresa de Jesús se recoge esa frase que repitió muchas veces:
–En fin, Señor, soy hija de la Iglesia.
Muertes distintas las de los santos, unas con dolor, otras en sosiego. Unas acompañadas, otras en soledad. Pero todas, muertes arrostradas con ese deseo tan esperado de llegar a la luz, al abrazo definitivo de Dios.
Francisco de Asís hablaba de la Hermana muerte: «Loado sea mi Señor, por la hermana muerte...». Fray Elías le reprendió porque cantaba en los últimos momentos.
–Debería más bien pensar en la muerte –le decía.
Pero eso es lo que estaba haciendo el santo de Asís y por eso cantaba.
Como cantaron el Veni Creator Spiritu aquellas carmelitas de Compiègne subiendo al cadalso durante la Revolución Francesa y que vivamente recreó Bernanos en su «Diálogo de carmelitas».
Muertes dolorosas, como la de Bernadette Soubirous, la santita de Lourdes, o Catalina de Siena, que vivió la convulsa historia del Cisma de Occidente y ofreció su vida en holocausto.
Muerte normal, como la del querido papa Pablo VI. El día antes de fallecer, pidió a su secretario que le leyera el libro de Jean Guitton Pequeño Catecismo.
O muerte serena, como la de Isabel de Hungría, que murió a los 24 años cuidando leprosos. Cuando el obispo Conrado le preguntó cómo quería disponer de sus bienes, Isabel contestó:
–Nada tengo sino este hábito franciscano que visto y con el que quiero ser enterrada.
La lista sería interminable. Todos ellos, en las más diversas circunstancias –y espero que también nosotros cuando la vida eterna nos llame–, sintieron en lo más profundo de su ser lo que canta ese Himno del Viernes Santo:
Mirad de par en par el paraíso, abierto por la fuerza de un Cordero.

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