sábado, 21 de marzo de 2015

Celia y Luis Martin, padres de Teresa de Lisieux

Hace unos días, el cardenal Amato ha anunciado que el próximo mes de octubre serán canonizados los padres de santa Teresa de Lisieux, Celia y Luis Martin, ya beatos, en el marco del Sínodo de la Familia.
Recojo tan solo una página de la vida de este matrimonio que tuvo nueve hijos, cuatro de los cuales murieron en la infancia y cinco, todas hembras, siguieron la vida religiosa.


Luis Martin, relojero, y Celia Guérin, dueña de un pequeño taller de encajes, se casaron a medianoche en la iglesia de Notre-Dame de Alençon el 13 de julio de 1858. Él está a punto de cumplir 35 años, ella 27. Los dos, con vocación religiosa frustrada, llegan al matrimonio en edad un poco madura para aquella época. Boda a medianoche, de manera discreta, sin ruido, para más intimidad, como era costumbre cuando los esposos habían pasado de una cierta edad.
Luis, que lo había callado hasta entonces, decide manifestar a su esposa sus intenciones. Su pensamiento lo tiene apuntado en sus cuadernos, copiado de un libro de teología: Doctrina de la Iglesia sobre el sacramento del matrimonio.
–El vínculo que constituye el sacramento del matrimonio es independiente de su consumación. Tenemos una prueba luminosa de esta verdad en la santa Virgen y en san José, los cuales, aunque verdaderamente unidos, han conservado una continencia perpetua… Estos matrimonios tienen todo lo esencial necesario para su validez, teniendo además la ventaja sobre los otros de representar de una manera más perfecta la unión casta totalmente espiritual de Jesucristo con su Iglesia.
Celia aporta de dote 5.000 francos, más otros 7.000 de ahorros personales y su taller de encajes. Luis es propietario de una relojería-joyería y de una finca de recreo a la salida del pueblo. Dispone además de 22.000 francos ahorrados. Con sus comercios respectivos abiertos, vivirán con desahogo, insertos en la clase media de Alençon.
Luis no estaba muy convencido de casarse, hubo de empujarlo su madre. Y Celia, que iba al matrimonio con un deseo imperioso de tener hijos para darlos al Señor, era tan inocente que desconocía, a su edad, cómo eran traídos los niños. No es necesario remontarse al siglo XIX, yo he conocido en mi condición de sacerdote un par de casos de esta inocencia infantil.
Y viene la noche de bodas. Luis ha regalado a Celia una medalla que representa a Tobías y Sara. Está descrito este desposorio en el Libro de Tobías, del Antiguo Testamento. Tobías reza al Señor: «Al casarme ahora con esta mujer, no lo hago por impuro deseo, sino con la mejor intención. Ten misericordia de nosotros y haz que lleguemos juntos a la vejez». Y concluye el texto bíblico: «Los dos dijeron: Amén, amén. Y durmieron toda la noche». (Tb 8, 7-8).
Celia recibe esa noche un choque terrible. El conocimiento, revelado por Luis, de la relación conyugal y el deseo manifestado de permanecer célibes de por vida. «Tanquam frater et soror», que se decía en los libros de moral de mis tiempos de teología. Es decir, como hermano y hermana.
Al día siguiente tomaron el tren y en viaje de novios se dirigieron a Le Mans a visitar a la hermana monja de Celia. Y ante ella, Celia estalló en lágrimas incontenibles. Tiene el corazón fundido. Ha descubierto de pronto que la maternidad es incompatible con la virginidad. Y su sueño apetecido, ingenuamente suspirado, de tener muchos hijos y dedicarlos a Dios. ¿Y ahora...?
Confesará posteriormente a su hija Paulina:
—La primera vez que fui a verla al convento fue el día de mi boda. Puedo decir que ese día lloré todas mis lágrimas, más de lo que nunca había llorado en mi vida y más de lo que nunca volveré a llorar. Mi pobre hermana no sabía cómo consolarme... Comparaba mi vida con la suya, y arreciaban las lágrimas.
Un sacerdote vino a romper el clima de tensión que sin duda se había creado entre una esposa activa, deseosa de tener hijos, y un padre taciturno, con espíritu de cartujo. A los nueve meses de casados, les aconsejó que olvidaran el celibato que se habían impuesto y cumplieran con la vocación matrimonial. Si Dios los hubiera destinado al claustro, hubieran entrado en él. Pero Dios los ha destinado al matrimonio y el fin del matrimonio es la procreación.
Y la cosa cambió.
–Cuando tuvimos hijos –cuenta Celia–, nuestras ideas cambiaron un poco. No vivíamos más que para ellos, constituían toda nuestra mayor felicidad y nunca la hemos encontrado más que en ellos. Nada nos resultaba ya penoso y el mundo ya no nos era una carga. Para mí, eran la gran compensación y por eso quería tener muchos, para criarlos para el cielo.
Y fue así cómo, por el consejo imperioso de un confesor, fue posible el nacimiento de nueve hijos, el último de todos santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux.

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