sábado, 17 de enero de 2015

San Antonio Abad, protector de los animales

La devoción popular, desde tiempo inmemorial, especialmente en el mundo rural, ha puesto a san Antonio Abad en un sitio de honor como protector de los animales domésticos. Se le representa con el bordón de peregrino en forma de T en una mano, colgando de él una campanilla, la Biblia en la otra, con luenga barba blanca, y a sus pies un rechoncho y sonrosado cerdo, símbolo de salud y de lozanía. Aunque acerca del cerdo existen otras interpretaciones. Por ejemplo, la representación de los demonios con los que tanto tuvo que luchar el santo del desierto; o un milagro realizado por el santo devolviendo la vista y el movimiento a un pobre cerdo ciego y paralítico; o también, alusión a la manteca del cerdo, con la que se untaba a los que padecían gangrena.
La tradición copta, siríaca y bizantina coloca la muerte de san Antonio el 17 de enero. Fiesta que es introducida en Roma en el siglo XII. Desde entonces, san Antonio es uno de los santos más venerados en la Edad Media y más pintado por los artistas. El nuevo Calendario de la Iglesia lo incluye como memoria obligatoria, lo que indica el deseo de resaltar al padre del monacato cristiano.


Fue este un movimiento que apareció en el Bajo Egipto a finales del siglo III. Si Antonio no fue el primero que abrazó este modo de vida, se le puede considerar por la santidad de su vida y por los numerosos imitadores que dejó, como el iniciador de un estilo nuevo de vivir la fe cristiana, no conocido hasta entonces en la Iglesia. San Atanasio, patriarca de Alejandría, fue su primer biógrafo. La Vida de San Antonio, escrita a la muerte del santo, se convirtió durante siglos en el libro clásico de la vida monástica. Y millares de monjes trataron de imitar el estilo de vida y la ascética de san Antonio.
Nació hacia el 251 en Koma (hoy, posiblemente, Queman el’Arous), un villorrio de Egipto. Hijo de ricos campesinos, a los dieciocho años quedó huérfano de padre y madre y al cuidado de una hermana menor. «No habían pasado seis meses —cuenta san Atanasio— y se dirigía a la iglesia como de costumbre; en el evangelio, escuchó las palabras que el Señor dijo al joven rico: ‘Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y ven y sígueme…’».
Comenzó así su «conversión». Vendió las tierras que recibió en herencia; reservando una parte para su hermana, distribuyó el resto entre los pobres. Comenzó a practicar la vida en soledad a ejemplo de un anciano al que conoció y al que deseaba imitar. Vivía del trabajo de sus manos.
Pronto el demonio comenzó a tentarle. Antonio es el santo de las tentaciones. El demonio se le aparecía con todas las apariencias: humanas, angélicas, bestiales. Le tentaba con los encantos de la vida, las riquezas, la fama, el placer.
Comía una sola vez al día y se alimentaba de agua, pan y sal. Buscando una soledad más absoluta, se retiró a una antigua tumba egipcia y un amigo le llevaba de tarde en tarde un trozo de pan. Las tentaciones del diablo no cesan. «Temeroso de que poco a poco el desierto quedara poblado de ascetas —cuenta san Atanasio— se presentó una noche con una tropa de demonios y le dio una paliza tan terrible, que quedó postrado en tierra, y sin poder hablar». Antonio confesaría después al amigo:
–Los hombres son incapaces de ocasionar tales tormentos.
Como las heridas no le permitían estar de pie, oraba postrado en tierra. Y se quejó al Señor:
–¿Dónde estás, mi Señor? ¿Por qué no has venido a endulzar mis dolores?
El Señor le respondió:
–Antonio, estoy aquí, pero he querido ser espectador de tu combate. Veo que has resistido sin ceder a tus enemigos; te asistiré siempre y haré que tu nombre sea célebre en toda la tierra.
Buscando mayor soledad, se fue a la montaña y se instaló en un castillo abandonado. Se aprovisionó de pan para seis meses y se alejó de todos. Los amigos le llevaban alimentos dos veces al año, pero se lo echaban por encima del muro, pues no abría la puerta a nadie. Así pasó veinte años. Una vez, los enfermos y los que querían imitar su vida, se acercaron al castillo y quisieron derribar la puerta. Salió Antonio y al verle «se maravillaron de que su cuerpo no hubiera cambiado de aspecto; la falta de ejercicio físico no le había entorpecido; los ayunos y las luchas contra los demonios no habían hecho palidecer su rostro; estaba lo mismo que antes». Curó a los enfermos, consoló a los afligidos y reconcilió a los separados por discordias. Exhortó a los que habían abrazado la vida eremítica y aquellas montañas se poblaron de solitarios a los que el maestro visitaba de vez en cuando. «Surgieron entonces los monasterios de las montañas y el desierto se pobló de monjes, que habían dejado sus casas para convertirse en ciudadanos del cielo».
Pero he aquí que Maximiano desencadenó una persecución contra los cristianos, que se hizo sentir en Alejandría. Antonio dejó su escondite y marchó a la ciudad para animar la fe de los creyentes. Cuando cesó la persecución, volvió a la soledad, y a sus ayunos y oraciones.
Como la gente no dejaba de acosarlo, se internó en el desierto y se estableció en un oasis, a la sombra de una palmera que le daba sus dátiles. Sus hermanos los monjes, cuando encontraron su escondite, le mandaban todo lo que necesitaba. «Pero Antonio comprendió que esto suponía mucho trabajo y sacrificio para ellos y encontró el modo de evitar estas molestias. Les pidió una azada, un hacha y un poco de trigo. Buscó un rincón de tierra cultivable, la trabajó, y como también tenía agua para regarla, echó la simiente. Aseguró así el pan cotidiano y estaba muy contento de no causar molestias a nadie».
Ya en los aledaños de su muerte, bajó otra vez a Alejandría, pero esta vez para denunciar la herejía de Arrio. El emperador Constantino le escribió una carta, al saber de las cosas que hacía. Antonio le contestó que el Señor es el único rey de todos, que amase a Dios y a los hombres y que practicase la justicia. Sus monjes se llenaron de orgullo de que el emperador se hubiera dirigido a su maestro. Pero Antonio les dijo:
—No debéis sorprenderos de que un emperador nos escriba, porque es hombre. Debéis sorprenderos de que Dios haya escrito la ley para los hombres y que nos haya hablado por medio de su Hijo.
Murió a los 105 años, más de 85 de vida eremítica. Año 356. «Sus ojos estaban completamente sanos, y veía muy bien. No le faltaba ni un solo diente, aunque los tenía gastados por los años», puntualiza san Atanasio.
Antonio temía que hicieran con él la costumbre egipcia de no enterrar los cuerpos famosos para venerarlos. Por eso ordenó a sus monjes.
—Sepultad mi cuerpo y prometedme que nadie sabrá dónde lo pusisteis. En la resurrección de los muertos volveré a recibir del Señor este cuerpo incorruptible.
Y con absoluta tranquilidad, plácidamente, sin una convulsión, más que morirse, se durmió en el Señor el monje más ilustre de la Iglesia antigua.
La Vida de San Antonio, que escribió san Atanasio, es más una hagiografía que un tratado histórico. Pero conmovió tanto su lectura a san Agustín, que renunció a casarse, se convirtió al cristianismo y terminó por imitar su vida de santidad.

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