miércoles, 20 de agosto de 2014

Sin cambiar de levita (hoy, de chaqueta)

Os cuento lo que le pasó a Tomás Moro. O santo Tomás Moro, que bien pagó con su cuello el no renegar de su fe. La Iglesia lo ha elevado a los altares. Ocurrió el 7 de julio de 1535, decapitado por orden de Enrique VIII de Inglaterra al negarse, como canciller del reino, a ratificar la disolución del matrimonio del rey con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, y al rehusar el juramento en favor de la supremacía del rey como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra.


Moro vivió en época de transición, como la nuestra. Era un hombre de fe, y un político. Nacido en el Medievo se ve inserto en la Europa Moderna, a la que contribuyó con su libro Utopía, la ilusión cristiana puesta en una isla imaginaria de esperar que el espíritu domine sobre la carne.
Pero, a pesar de todo, mantenía sus raíces antiguas. Y con ellas se fue a la tumba. Sin veleidades. Y sin cambiar de levita (en nuestros tiempos, chaqueta). Por eso es grande Tomás Moro. Y por eso se le venera.
Mantuvo, a mi entender, como buen creyente, estas buenas virtudes válidas en toda etapa de cambio. Integridad del gobernante que no se deja sobornar ni presionar por la fuerza del aparato político, en aquel caso, la monarquía absoluta de Enrique VIII. Austeridad de vida, que no se enriqueció a pesar de contar en su momento con todos los resortes del poder como canciller real. Idealismo cristiano, a la espera siempre de que el espíritu domine sobre la materia. Y sentido del humor, que lo tuvo a raudales, hasta su misma muerte, contándose no pocas anécdotas de esa serena esperanza que mantiene en pie a todo creyente.
No sería hoy un mal programa de vida cristiana para aventurar un cambio en el que, naturalmente, la Iglesia estaría presente.
Con ese bendito humor que caracterizaba a santo Tomás Moro y que plasmó en esta oración:
—Señor, dame una buena digestión y, naturalmente, algo que digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma sana, Señor, que tenga siempre ante los ojos lo que es bueno y puro, de modo que ante el pecado no se escandalice, sino que sepa encontrar el modo de remediarlo. Dame un alma que no conozca el aburrimiento, los ronroneos, los suspiros ni los lamentos, y no permitas que tome en serio esa cosa entrometida que se llama el «yo». Dame, Señor, el sentido del humor. Dame el saber reírme de un chiste para que sepa sacar un poco de alegría a la vida y pueda compartirla con los demás. Amén.
Tras una larga reclusión en la Torre del Londres,  fue condenado a muerte por traidor al haberse negado a reconocer bajo juramento que el rey era el jefe de la Iglesia de Inglaterra. En la cárcel dijo a su hija Margarita:
–A buen seguro, Meg, que tu corazón no es ni más débil ni más tierno que el de tu padre. Y, a pesar de que mi natural modo de ser tanto se resiste al sufrimiento, que un papirote en la nariz casi me hace temblar, no obstante, dulce hija mía, mi gran fuerza consiste en que, a pesar del temor que la muerte me inspira, nunca he pensado consentir en nada que contraviniese a mi conciencia, gracias a la merced y al poder de Dios.
Llevado al cadalso, a punto de ser decapitado, no le faltó el humor. Le rogó al verdugo que le ayudara a subir al cadalso, «porque para bajar, podré valérmelas por mí mismo». Apoyando la cabeza en el tajo, desvió su barba hacia un lado, diciendo:
–Porque esta barba no ha cometido ninguna alta traición.
Así dejó este mundo Tomás Moro: santo mártir de la Iglesia católica, amante padre, esposo y abuelo, destacado político, jurista, poeta, sabio filósofo y culpable de haber violado el Acta de Traición de 1534.

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