miércoles, 22 de enero de 2014

¿Homilía o sermón?

Con eso de no tener iglesia, digo misa cuando puedo y las más de las veces las escucho los domingos como piadoso feligrés. Me pongo al final, bajo el coro, porque así me sirve de oteador del escenario sacro. Y puedo calibrar la piedad de la gente, la longevidad de la gente también –poca juventud– y los decibelios de los altavoces. En alguna iglesia, debería aconsejar tapones en los oídos. Pero vamos a hablar de la predicación u homilía.
Que no es infrecuente escuchar a más de un feligrés esta exclamación:
— ¡Uf, qué cura más pesado!
Sucedió —ya lo he contado— que entró un parroquiano en misa cuando ésta iba por la prédi­ca. Asomó por la puerta de atrás y preguntó al primero que se encontró:
—¿Ha acabado el sermón?
El otro le contestó con sorna:
—El sermón ya ha acabado, pero el cura sigue hablando.
O aquel predicador cuaresmal que tanto gusta a las cofradías sevillanas. Voz potente, vociferante, gesticulante… Pregunté una vez a una señora:
–¿Le ha gustado el predicador?
Y me contestó:
–No sé lo que ha dicho, ¡pero habla más bien!
¿Interesa la homilía al feligré­s? ¿La soporta más bien? ¿Está llena de palabras comunes, trilladas, estereotipadas, aleja­das de la realidad? ¿O es luz que ilumina, palabra aproximativa al vivir de cada día, clara y contunde­nte como venida de Dios?
No tengo dato estadístico que muestre una u otra cosa. Ni me importa en estos momentos. Porque, en de­finitiva, me encuentro tam­bién, por mi oficio sacerdotal, en el meollo del problema. Son pre­guntas que me tengo que hacer a mí mismo y que me hago con toda humildad:
— ¿Nos creemos lo que decimos? ¿Utilizamos un lenguaje de hoy, directo, televi­sivo, cercano, o todavía creemos hallarnos en los púlpitos del XIX, a voz pelada, porque no había micro, y soltando de vez en vez, como un latiguillo, aquello de «amadísimos hermanos»?
Es curioso, pero en la celebra­ción eucarística la homilía o predicación es el único espacio creativo que no está escrito pre­viamente en el misal o en el leccionario. (Perdón: hay curas que meten en el texto litúrgico de las misas tantas «morcillas» que me enervan). Es la parte donde el sacerdote pone más de sí; y de ahí el peligro de ponerlo todo de sí, convirtiéndola en palabra no de Dios, sino de hombre, o de no poner nada porque no se ha preparado (resultando un discur­so totalmente vacío) y porque cree que el pueblo fiel pasa, al fin y al cabo, un poco de ello.
En esto estamos equivocados los sacerdotes. Al pueblo fiel sí le interesa la predicación. Pero que sea una predi­cación seria, comprometida, se­rena, con lenguaje de hoy y sin necesidad de llegar al bostezo.
Es aquello que dicen los ame­ricanos: tener algo que decir, decirlo y dejar el púlpito una vez dicho. Con lo cual se evitan esos aterrizajes en espiral, que nunca acaban de encontrar la pista y parar motores.
El mayor peligro de las homi­lías es convertirlas en sermones, en el sentido peyorativo de este término. Es decir, en no acabar nunca y en el uso inmoderado del lenguaje poético.
Es, por otra parte, el momen­to casi exclusivo de catequesis de adultos. Esos ocho o diez minu­tos de predicación dominical –no hacen falta más minutos–, son los únicos con los que cuenta la inmensa mayoría de los fieles para su formación espiritual. Y no deberían desaprovecharse en palabrerías fatuas, en moralismos caducos o en tribuna política de uno u otro signo.
Ha habido un cura en Sevilla que convertía sus homilías dominicales en mítines políticos. Citaba continuamente la prensa y el telediario en vez del Evangelio. Naturalmente, su misa se llenaba todos los domingos de ultras de la ciudad. ¡Lástima que a su muerte se hayan quedado huérfanos sin referente dominical! Y el dichoso cura bien hubiera podido terminar sus sermones con aquel dicho popular de Tip y Coll: «¡Y el próximo domingo hablaremos del Gobierno!».
La imagen de Jesús está a la espera en todas nuestras predicaciones y es a Él a quien tenemos que presentar continuamente, como hizo Juan Bautista, quien, con humildad manifiesta, repetía una y otra vez a sus discípulos:
— No, no soy yo el Mesías esperado. Por ahí va el Cordero de Dios. Seguidle.
Es fácil pronunciar palabras bellas desde un púlpito; pero no es tan fácil decir palabras since­ras, comprometidas, claras, que lleguen a todos los fieles y que sean clarificadoras de la luz de Dios.
El que obra así, honestamen­te, no ha de preocuparse de ser un buen orador. Tampoco es necesario. Es fundamental que sea un hombre de fe. Que ya vendrá Dios y sabrá decir por su boca aquello que mejor conviene al pueblo fiel. 

2 comentarios:

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  2. Si no eres ni frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Por éso se les ha ido la gente en estampida y no hay ya jóvenes en sus iglesias novus ordo. Es que los jóvenes buscan que les digan las cosas como son, con palabras masculinas, no amariconadas de curas wishy washy o guay. Padrecito, se va sin pena ni gloria, dejando un campo yermo, mustio collado, pues España es un país descristianizado por culpa de ustedes. Sal que ha perdido el sabor, con su ridícula misa nueva novus ordo, que casi nadie puede soportar. Y el padre que más me gusta, dice siempre: "Amadísimos hermanos". Y no es ningún latiguillo.

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